Al principio
era la quietud. Se dice que aún no se conocía el movimiento.
No existía siquiera la diferencia, porque la idea/el concepto de
diferencia no había sido aún engendrado. Es
decir, nadie podía señalarse a sí mismo, ni tenía
necesidad de hacerlo. Nadie podía ser otra cosa que lo-otro.
El ocio se
confundía con la información. Muy al contrario de lo que hoy
sucede, estar ocioso era lo mismo que estar informado. O lo que es igual:
la información se confundía con el ocio y jamás con
la acción o la invitación/incitación a la acción.
Al principio
uno era su propia noticia: lo noticiable era uno mismo y aquel espacio entorno
que creía controlar. Los medios formales de comunicación
sobraban.
Y porque
no había posibilidad de nombrar lo otro, uno, en consecuencia --en
tanto que posible otro para los demás--, no tenía necesidad
de asumir un nombre. Los nombres fueron siempre -- y siguen siéndolo
ahora-- un problema de los otros. Un problema, en cambio, que termino
asumiendo como mío con respecto a los otros, cuando el desencanto
me obliga a ser como todos los demás, a integrarme.
Ellos me
llaman por su nombre. Yo les respondo con mi nombre, que no
es otra cosa que el discurso de la acción. Las palabras generan por
eso, discursos vacíos: Toda palabra, como toda agresión, es
una palabra de más.
Si necesito
de los otros es tan sólo para que cuenten conmigo. Contar
con uno es saberse protagonista. La ficción importa --la de ambos--
: la de ellos por interés, la mía por protagonismo. Sólo
que el interés de mi ficción no es intercambiable por el interés
de la ficción del dador de sentido, de aquel que por controlar
la palabra ostenta el poder.
Si necesito
a los otro es para que me asignen --y ocupe a continuación--
un lugar al que van a llamar por su nombre, por el nombre de su interés,
por el nombre de nuestro azar.
Al principio
era la quietud. Se dice que al principio aún no se había inventado
el tiempo. Y porque, en consecuencia, no había historia, ¿qué
sentido iba a tener el medio, cuando el espacio de la referencia no
es otra cosa que el espacio de la transformación, del cambio, de
la perpetua y recurrente interacción?.
El principio
--tal como la funcionalidad académica nos lo describe--
es el origen del sistema --de todo sistema legitimable-- , origen
de la normalización, principio / legitimación de orden,
en definitiva.
La originalidad
--pretendida voluntad de ser-otro-- es, sin embargo, lo contrario:
la originalidad es voluntad de retorno, voluntad de huída hacia un
principio-otro.
Jamás
se consigue escapar hacia adelante. El sistema regula la pulsión.
La inversión de la pulsión, es decir, la pulsión hacia
atrás --la recurrente inversión del principio--
es pérdida de su propio pasado.
Recuperar
el pasado para burlar el propio sistema, para escapar hacia adelante
"desde otro origen": esta es la única recuperación posible
del tiempo para hacer historia, recuperación, por ello, provocadoramente
humana.
Volver es,
sin embargo, re-situarse en el punto de partida, en el origen, el
principio. Aunque ahora con la ventaja de aquel que ha recorrido
ya una vez el camino.
La experiencia
no es otra cosa que deambular por caminos que a ninguna parte conducen.
Perderse por senderos que siempre tienen como meta a Itaca.
Haber recorrido
un camino es aceptar la vigencia de un programa: el programa que describe
ese camino y que siempre legitima como caminante.
Fijar un
programa no es un acto cómplice. El propio programa lo impondría,
en su caso y siempre que el programa en cuestión así lo requiera.
Uno sólo
es responsable de diseños menores, uno es dueño y señor
--se cree dueño y señor-- de su propia utopía.
Uno arriesga,
en solitario, su propia identidad al lanzarse al vacío, a
un espacio-otro/proyecto-otro no homologable siquiera como margen.
Uno ha vuelto
muchas veces a ese punto de partida. Y uno regresa irremediablemente
siempre al mismo punto de retorno: el tiempo del abandono, del desamor,
del olvido.
La confusión,
la incertidumbre ha merecido la pena. Al final uno no sabe si Itaca es más
punto de retorno que meta. Pero el viejo desde su locura ha aprendido, mientras
tanto, qué significan las Itacas.
Y vuelve
uno cuando se extravía por caminos que sí conducen a parte
alguna: por los caminos de la normalización, del interés no-cómplice,
por los senderos de la monotonía que el egoísmo impone.
Ya no es
tiempo de luchar contra el absurdo. Uno se abstiene, porque simplemente es
más importante huir hacia atrás ... para llegar más
lejos de lo que sus propios enemigos imaginaran: Si es que esos que como
tales se presentan consiguen la categoría, el reconocimiento
de enemigo. Si es que, aún más, consiguen después la
categoría de ciudadanos con imaginación.
Incapaces
de compartir algo, el egoísta no ve más allá de su
propio presente. Porque jamás su mirada es cómplice, su simulado
presente está preñado de resentimiento, de miseria, del interés
que se cierra sobre sí-mismo.
Dando vueltas
en torno a un ahora ficticio, pierden el carro de la historia. Simplemente
porque su insolidaridad les ha vuelto incapaces para escribirla.
El egoísta,
en definitiva, no sabe leer ni escribir otro discurso que no sea el de su
agresiva y patológica mismidad.
Pero esta
clase de discursos no pertenencen al orden de la racionalidad. Y lo que
es más grave aún, tampoco pertenecen al orden de lo real.
Ni siquiera merece la pena molestarse --perder nuestro tiempo--
en despertarles de un sueño que ni ellos mismos saben soñar.
Al principio
era la quietud. Yo he vuelto a ese principio y resulta que el tiempo se
había ya inventado para mí: mi voluntad de fragmento y mi
complicidad con lo vital, la inmediatez de lo cotidiano, me habían
traicionado.
Sólo
me queda ahora --un presente que ha dejado de ser mío, porque habéis
empezado traumáticamente a compartirlo-- resituarme en un presente
cómplice --el genuino tiempo de la productividad-- para
que las cosas continúen como estaban antes de la barbarie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario