sábado, 19 de noviembre de 2011

SOBRE LA BARBARIE - Román Reyes



Al principio era la quietud. Se dice que aún no se conocía el movimiento. No existía siquiera la diferencia, porque la idea/el concepto de diferencia no había sido aún engendrado. Es decir, nadie podía señalarse a sí mismo, ni tenía necesidad de hacerlo. Nadie podía ser otra cosa que lo-otro.
 
El ocio se confundía con la información. Muy al contrario de lo que hoy sucede, estar ocioso era lo mismo que estar informado. O lo que es igual: la información se confundía con el ocio y jamás con la acción o la invitación/incitación a la acción.
 
Al principio uno era su propia noticia: lo noticiable era uno mismo y aquel espacio entorno que creía controlar. Los medios formales de comunicación sobraban.
 
Y porque no había posibilidad de nombrar lo otro, uno, en consecuencia --en tanto que posible otro para los demás--, no tenía necesidad de asumir un nombre. Los nombres fueron siempre -- y siguen siéndolo ahora--  un problema de los otros. Un problema, en cambio, que termino asumiendo como mío con respecto a los otros, cuando el desencanto me obliga a ser como todos los demás, a integrarme.
 
Ellos me llaman por su nombre. Yo les respondo con mi nombre, que no es otra cosa que el discurso de la acción. Las palabras generan por eso, discursos vacíos: Toda palabra, como toda agresión, es una palabra de más.
 
Si necesito de los otros es tan sólo para que cuenten conmigo. Contar con uno es saberse protagonista. La ficción importa --la de ambos-- : la de ellos por interés, la mía por protagonismo. Sólo que el interés de mi ficción no es intercambiable por el interés de la ficción del dador de sentido, de aquel que por controlar la palabra ostenta el poder.
 
Si necesito a los otro es para que me asignen --y ocupe a continuación--  un lugar al que van a llamar por su nombre, por el nombre de su interés, por el nombre de nuestro azar.

 
Al principio era la quietud. Se dice que al principio aún no se había inventado el tiempo. Y porque, en consecuencia, no había historia, ¿qué sentido iba a tener el medio, cuando el espacio de la referencia no es otra cosa que el espacio de la transformación, del cambio, de la perpetua y recurrente interacción?.
 
El principio --tal como la funcionalidad académica nos lo describe--  es el origen del sistema --de todo sistema legitimable-- , origen de la normalización, principio / legitimación de orden, en definitiva.
 
La originalidad --pretendida voluntad de ser-otro--  es, sin embargo, lo contrario: la originalidad es voluntad de retorno, voluntad de huída hacia un principio-otro.
 
Jamás se consigue escapar hacia adelante. El sistema regula la pulsión. La inversión de la pulsión, es decir, la pulsión hacia atrás --la recurrente inversión del principio--  es pérdida de su propio pasado.
 
Recuperar el pasado para burlar el propio sistema, para escapar hacia adelante "desde otro origen": esta es la única recuperación posible del tiempo para hacer historia, recuperación, por ello, provocadoramente humana.
 
Volver es, sin embargo, re-situarse en el punto de partida, en el origen, el principio. Aunque ahora con la ventaja de aquel que ha recorrido ya una vez el camino.
 
La experiencia no es otra cosa que deambular por caminos que a ninguna parte conducen. Perderse por senderos que siempre tienen como meta a Itaca.
 
Haber recorrido un camino es aceptar la vigencia de un programa: el programa que describe ese camino y que siempre legitima como caminante.
 
Fijar un programa no es un acto cómplice. El propio programa lo impondría, en su caso y siempre que el programa en cuestión así lo requiera.
 
Uno sólo es responsable de diseños menores, uno es dueño y señor --se cree dueño y señor--  de su propia utopía.
 
Uno arriesga, en solitario, su propia identidad al lanzarse al vacío, a un espacio-otro/proyecto-otro no homologable siquiera como margen.
 
Uno ha vuelto muchas veces a ese punto de partida. Y uno regresa irremediablemente siempre al mismo punto de retorno: el tiempo del abandono, del desamor, del olvido.
 
La confusión, la incertidumbre ha merecido la pena. Al final uno no sabe si Itaca es más punto de retorno que meta. Pero el viejo desde su locura ha aprendido, mientras tanto, qué significan las Itacas.
 
Y vuelve uno cuando se extravía por caminos que sí conducen a parte alguna: por los caminos de la normalización, del interés no-cómplice, por los senderos de la monotonía que el egoísmo impone.
 
Ya no es tiempo de luchar contra el absurdo. Uno se abstiene, porque simplemente es más importante huir hacia atrás ... para llegar más lejos de lo que sus propios enemigos imaginaran: Si es que esos que como tales se presentan consiguen la categoría, el reconocimiento de enemigo. Si es que, aún más, consiguen después la categoría de ciudadanos con imaginación.
 
Incapaces de compartir algo, el egoísta no ve más allá de su propio presente. Porque jamás su mirada es cómplice, su simulado presente está preñado de resentimiento, de miseria, del interés que se cierra sobre sí-mismo.
 
Dando vueltas en torno a un ahora ficticio, pierden el carro de la historia. Simplemente porque su insolidaridad les ha vuelto incapaces para escribirla.
 
El egoísta, en definitiva, no sabe leer ni escribir otro discurso que no sea el de su agresiva y patológica mismidad.
 
Pero esta clase de discursos no pertenencen al orden de la racionalidad. Y lo que es más grave aún, tampoco pertenecen al orden de lo real. Ni siquiera merece la pena molestarse --perder nuestro tiempo--  en despertarles de un sueño que ni ellos mismos saben soñar.
 
Al principio era la quietud. Yo he vuelto a ese principio y resulta que el tiempo se había ya inventado para mí: mi voluntad de fragmento y mi complicidad con lo vital, la inmediatez de lo cotidiano, me habían traicionado.
 
Sólo me queda ahora --un presente que ha dejado de ser mío, porque habéis empezado traumáticamente a compartirlo--  resituarme en un presente cómplice --el genuino tiempo de la productividad--  para que las cosas continúen como estaban antes de la barbarie.
 

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