Estamos
nuevamente al final de una etapa, que no es otra cosa que la pretendida ficción
del cierre de un ciclo, que deja paso –incómoda cesión de un sitio, un frágil
plano provisionalmente reservado para la arrogancia de la postración- a un-otro
obligadamente competitivo, expectante y al acecho, la más peligrosa y
arriesgada de las alternativas posibles.
Uno no
puede evitar mucho antes que el sonrojo –porque la vergüenza es algo que desde
los orígenes los dioses nunca ocultaron- el llanto solapado, la tristeza cómplice
de un adiós a medias, de un juguetón hasta luego en la próxima esquina, en el
próximo bar, en el más cercano semi-público césped, ante la mirada vigilante de
un agente, siempre normalizador y reiterativamente “de turno”.
La otra –la
emulación de la vergüenza- ha sido hasta ahora la máscara del débil, un juego
de fuerzas entre un yo-reprimido/oculto tras la mediocre y monótona uniformidad
y un descarado yo que esconde su identidad/sus señas de
re-conocimiento/(auto-hétero) catalogación/(pseudo)estima.
Jugar a lo
que no-se-es, sencillamente es absurdo y –algo más- ridículo. Jugar, por el
contrario, a lo que uno-cree-ser –lo que los demás dicen-que-uno-es-, ni
siquiera alcanza la categoría de lo irónico.
La recomendación,
pues, más audaz para el moderno hombre más inteligente sería esta: no juegue
usted absolutamente a nada. Si le obligaran a ello, represéntese solo a-sí-mismo
ante-sí-mismo. Es esta, sin duda, la mejor forma de, comprendiendo a los otros,
explicarse a uno mismo con un nivel plausible de certeza.
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