El trabajo y la naturaleza no deben ser mercancías
Desde la Antigüedad
han existido mercados de bienes (severamente limitados con toda clase
de medidas político-sociales); pero bajo el capitalismo los mercados
adquirieron cada vez más importancia, y sobre todo se puso en marcha el proyecto utópico de un mercado global autorregulador. Con la Revolución Industrial
arrancó un expansivo proceso de mercantilización que amenaza con
extenderse a todos los factores de la vida social y económica, con
gravísimas consecuencias. La advertencia de Karl Polanyi en La gran transformación, publicado hace casi setenta años, debería seguir resonando en nuestros oídos:
“La
idea de un mercado que se regula a sí mismo era una idea puramente
utópica. Una institución como ésta no podía existir de forma duradera
sin aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de la sociedad, sin
destruir al hombre y sin transformar su ecosistema en un desierto.”
[1]
El
movimiento obrero sabe desde hace más de siglo y medio que la fuerza de
trabajo --indisociable de su soporte físico, el trabajador-- no puede
ser una mercancía como las demás sin poner en peligro la vida y la salud
de los trabajadores. Ahora bien: de la misma forma, la naturaleza no puede ser una mercancía como las demás
sin poner en peligro la integridad y la salud de la biosfera, la vida
de la vida, de la cual nosotros (y las demás especies que habitan
nuestro planeta) dependemos absolutamente.
En el capítulo 6 de ese libro capital que es
La gran transformación Polanyi analiza los factores de producción –naturaleza, trabajo y capital— en términos de
fictitious commodities o “seudomercancías”. En efecto, está claro que
land, labour and money no
son mercancías producidas para ser intercambiadas en mercados, sino que
por el contrario constituyen prerrequisitos de la producción de
mercancías que podrán ser luego, si acaso, intercambiadas. Al tratarlas
como seudomercancías, la teoría económica dominante (el marginalismo
neoclásico) deforma su propia construcción teórica e induce graves
daños. Pues “el trabajo no es ni más ni menos que los propios seres
humanos que forman la sociedad; y la tierra no es más que el medio
natural donde cada sociedad existe. Incluir al trabajo y a la tierra
entre los mecanismos del mercado supone subordinar a las leyes del
mercado la sustancia misma de la sociedad.”
[2]
Ni
el trabajo ni la naturaleza pueden mercantilizarse sin perjuicio de los
seres humanos y de la biosfera, para cuya supervivencia y bienestar han
de darse ciertas condiciones independientes de la economía. Pero
precisamente el capitalismo se caracteriza por mercantilizar los
factores de producción trabajo, naturaleza y capital.
Queremos
una economía de mercado, pero no una sociedad de mercado, decía hace
algunos años el primer ministro francés Lionel Jospin (también líder del
Partido Socialista). Pero si el análisis de Polanyi en el libro clásico
que estamos citando resulta certero (y todo indica que es así),
entonces
una economía de mercado tiende a moldear a la sociedad hasta convertirla en una sociedad de mercado,
vale decir, en una sociedad donde la esfera económica del mercado
autorregulador se ha separado institucionalmente de la esfera política, y
donde esta esfera o subsistema económico prevalece –
novum histórico absoluto--, sometiendo al conjunto de la sociedad a sus exigencias.
[3] Así
como en todas las sociedades no capitalistas las relaciones sociales
engloban la economía, la encauzan y la regulan, en la utopía capitalista
del mercado total sucede exactamente al revés. Hay que optar, entonces:
o economía de mercado o sociedad sostenible y democrática –con
disyunción excluyente.
El fin de la economía
no puede ser la eficiencia productiva en abstracto (definida en función
de los valores de cambio y la maximización del beneficio privado), sino
el bienestar de los seres humanos (que incluye en primerísimo lugar la
preservación de una biosfera habitable). Una economía que en nombre de
la eficiencia productiva dañe irreversiblemente a los seres humanos y la
biosfera constituye una perversión absoluta.
Por ello las
condiciones de sustentabilidad ecológica y las exigencias sociales de
justicia tienen que operar como límites externos para los mercados,
independientes de los mercados. En general, la existencia de límites
ecológicos ha de traducirse en medidas de regulación y control. Lo que
estos límites vienen a decir es: hay cosas --muchas cosas-- que no deben
hacerse, aunque parezca exigirlas la miope "eficiencia económica" que
supuestamente resultaría del "libre juego de las fuerzas del mercado".
Dicho
de otra forma: ecologizar la economía exige poner trabas al librecambio
y la operación de los mercados, al poder del capital, a la
mercantilización del trabajo y de la naturaleza. Fernando de los Ríos
dijo en cierta ocasión: "si queremos hacer al hombre libre tenemos que
hacer a la economía esclava". Hoy podemos añadir: si queremos conservar
el mundo, si queremos detener la destrucción de la biosfera y los seres
que la habitan, tenemos que hacer a la economía esclava. Expresado en
forma muy general, una economía ecológica ha de superar el déficit de regulación en el metabolismo entre sociedades industriales y biosfera que padecemos en la actualidad.