El que un pensador vacile entre ideas que
recíprocamente se excluyen –escribe Simmel en el lugar antes citado-, e incluso el que las haya reunido en “un”
pensamiento, puede hablar contra él como personalidad psicológica o contra su
capacidad de autocrítica; pero esto nada dice contra el hecho de que una de
estas series de pensamientos contradictorios sea verdadera, o por lo menos
importante.
Por
eso no necesariamente es mejor profesor aquel que dice o cree saberlo todo. La
totalidad más o menos extensa del sabio es un universo que cierra el interés
propio y el inmediato. Ocupa, es cierto, un puesto culturalmente relevante.
Pero es tan solo eso, un platzbesitzer,
un platzhälter, aquel para quien lo
importante es ocupar y ser dueño de un sitio.
Es,
a mi entender, mejor docente aquel que, sabiendo dónde y cómo encontrar (e
interpretar) las fuentes reales o posibles del conocimiento, sitúa al
estudiante sobre un universo abierto. Sería un platzanweiser, quien se limita a señalar caminos explorados o por
explorar que conduzcan a sitios provisionalmente estables. Quien libera al
caminante para que diseñe por sí solo senderos alternativos, para que aprenda a
trazar mapas que otros posteriormente copien.
La
verdad es algo que se presiente un cuarto de hora antes del amanecer a un nuevo
día, el tiempo de las generaciones venideras. Verdad es poder alumbrar caminos,
tener la linterna con capacidad suficiente para proyectar sobre un fondo firme
las sombras de las figuras que el foco capte en la penumbra.
Sistemas
endogámicos, re-productivos. El hijo sigue, desde Platón, siendo obediente y
emula a su padre. Los mayores tienen siempre liquidez. Por eso pueden ser
reducidos al estado líquido. Pueden ser consumidos, aniquilados. Se es, por
ello, lo que se come: aunque se tenga solo el saber –y el sabor- de lo comido.
Saber sigue siendo, por ello, engullir. Transcurrido el tiempo uno se vuelve
inapetente, como menos y se desarrolla aparentemente con más lentitud. Al
adulto termina entonces por importarle más el ritual del consumo en tanto que
objeto de consumo no superfluo, aunque arbitrario.
Lo
otro se convierte así en la negación de uno mismo. Es lo expulsado, lo arrojado
fuera, lo proyectado, lo producido. Pero termina uno reconociéndose en su
producto, en su propia negación para volver a negarse a sí mismo. Negación de
negaciones el ciclo se repite y la cultura, en consecuencia, se perpetúa… en la
memoria de los pueblos vivos.
Qué
hay entre las palabras y las cosas para que las palabras connoten cada vez
menos. Cómo forzar una correspondencia imposible para que las cosas circulen y
no nos engañe la ficción cuando lo único que circula son las palabras. Cómo,
por tanto, poner cosas a los nombres, ya que no es ahora tiempo de seguir
poniendo palabras a las cosas. Son estas recurrentes cuestiones las que ahora
me (pre)ocupan, (pre)ocupándome asimismo de que mis oyentes/lectores se
contaminen y reconduzcan, en su caso, sus monótonos estilos de vida.
Se
supone que la precedente es la historia de alguien que ha creído haber hecho a
lo largo de toda su vida solo Filosofía
de las Ciencias Sociales. Pero, como Jesús Ibáñez sentenciaba en el citado
texto, las ciencias sociales están
escindidas desde la raíz (sociología/socialismo) a las puntas
(orgánicos/críticos). Lo que no debe chocar, si es expresión de una sociedad
escindida. El diálogo que no se produce del lado de la escritura, ¿se producirá
del lado de la lectura? […] La sociología no formará conjunto mientras los
orgánicos y los críticos no estén juntos.
Probablemente,
a estas alturas de mi discurso, se me pueda aplicar el juicio que de sí mismo
hacía E. M. Cioran en 1983: Quise ser
filósofo y me quedé en aforista; místico, y no pude tener fe; poeta, y solo
llegué a escribir una prosa poética bastante dudosa (El País Semanal, nº 344, 13.Noviembre.1983, p. 11). A estas alturas
de mi discurso, una vez superada la simbólica barrera de los sesenta y cinco
años, no me arrepiento de haber vivido al
borde del abismo, como gustaba decir de mí la filósofa y poetisa Chantal
Maillard. Saber vivir, a pesar de esa recurrente incertidumbre que, en mi caso,
jamás neutralizó la utopía.
En
el verano del 2000, organizado por el Colegio de Abogados de Madrid y dirigido
a juristas, participo en un curso de la UCM en El Escorial. Hablé, porque ese
era el título del curso, sobre Éxodo:
Tragedia y esperanza de la Inmigración. Fue invitado también otro
sociólogo, Joaquín Arango, valioso compañero y amigo de otros tiempos. Sin duda
a ese compañero, que contaba –y era de esperar que bien- sus cuentas, le entendieron. El Decano de un
Colegio de Abogados de cierta Comunidad Autónoma intervino, sin embargo,
después de mi exposición solo para exteriorizar sus sentimientos: Oyéndole a usted, ¡que excelente actor ha
perdido el Teatro Español!, dijo. Nunca supe si aquello era un
reconocimiento a un oficio que se alejaba del suyo, que no había entendido
nada, o que el destino de un a-típico profesor (como en su momento me catalogó
Villapalos y como también lo había dicho de Agustín García Calvo o de Jesús
Ibáñez, cóctel, por tanto, del que no me incomoda formar parte) no podía ser
otro que el de terminar asumiendo pacientemente la representación del papel que
la otra institución me encomendara, es igual que a continuación los
estudiantes-espectadores se sintieran o no como lo estaban antes de escucharme.
Y eso sí que es un grave problema que sigue pre-ocupándome.
*El texto anterior constituye el primer
anexo al Curriculum/Historia/s de Vida
de Román Reyes, publicado en el año 2008. Si quieres leer el texto completo,
puedes encontrarlo AQUÍ.
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