Alocución de Federico García Lorca al inaugurar la biblioteca de Fuente
Vaqueros (Granada, España) en Septiembre de 1931. [Texto remitido por Ana Isabel]
Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier
índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta
que las personas que él quiere no se encuentren allí. «Lo que le gustaría esto
a mi hermana, a mi padre», piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través
de una leve melancolía. Esta es la melancolía que yo siento, no por la gente de
mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta
de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es
vida y es bondad y es serenidad y es pasión.
Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son
infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca
del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.
No sólo de pan vive el hombre
Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan;
sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a
los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las
reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está
que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos
los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas
al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización
social.
Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de
un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un
pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no
tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos
libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?
¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: «amor,
amor», y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia
para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre
de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia ,
alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de
nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía:
«¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!». Tenía
frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es
decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del
corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre,
sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda
la vida.
Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de
Europa, que el lema de la República debe ser: «Cultura». Cultura porque sólo a
través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo
lleno de fe, pero falto de luz.
80 años
después de este discurso cualquier coincidencia con la realidad no es casualidad.
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