El 14
de febrero de 2002, en Silver Spring, frente a las autoridades estadounidenses
de meteorología, George Bush declaraba lo siguiente: El crecimiento es la
solución, no es el problema". "El crecimiento es la clave del
progreso ecológico, porque provee los recursos que permiten invertir en las
tecnologías no contaminantes". En el fondo esta posición
"pro-crecimiento" es igualmente compartida por la izquierda, e
incluso por muchos alter-mundialistas que consideran que el crecimiento es también
la solución del problema social porque crea empleos y favorece una distribución
más equitativa.
Después
de algunas décadas de derroche frenético, parece ser que entramos en la zona de
las tormentas en sentido literal y figurado… El desorden climático viene
acompañado por las guerras del petróleo, a las que seguirán las guerras por el
agua, pero también posibles pandemias, desaparición de especies vegetales y
animales esenciales a raíz de catástrofes biogenéticas previsibles.
En
estas condiciones, la sociedad de crecimiento no es sostenible, ni deseable. Es
pues urgente pensar en una sociedad de "decrecimiento" en lo posible
serena y amigable.
Cabe
definir a la sociedad de crecimiento como una sociedad dominada precisamente
por una economía de crecimiento, y que tiende a dejarse absorber en ella. El
crecimiento por el crecimiento se convierte así en el objetivo primordial, si
no el único de la vida. Semejante sociedad no es sostenible, ya que se topa con
los límites de la biosfera. Si tomamos como índice del "peso" ambiental
de nuestro modo de vida, "su huella" ecológica en superficie
terrestre necesaria, obtenemos resultados insostenibles tanto desde el punto de
vista de la equidad en los derechos de absorción de la naturaleza como desde el
punto de vista de la capacidad de regeneración de la biosfera. Un ciudadano de
Estados Unidos consume en promedio 8,6 hectáreas, un canadiense 7,2, un europeo
medio 4,5. Estamos muy lejos de la igualdad planetaria y más aún de un modo de
civilización duradero que necesitaría restringirse a 1,4 hectáreas, admitiendo
que la población actual se mantuviera estable.
Para
conciliar los dos imperativos contradictorios: el crecimiento y el respeto por
el medio ambiente, los expertos piensan encontrar la poción mágica en la "ecoeficiencia"
pieza central y a decir verdad única base seria del "desarrollo
duradero". Se trata de reducir progresivamente el impacto ecológico y la
amplitud de la extracción de los recursos naturales para alcanzar un nivel
compatible con la capacidad admitida de carga del planeta.
Si
nos atenemos a Ivan Illich, la desaparición programada de la sociedad de
crecimiento no es necesariamente una mala noticia. "La buena noticia es
que, no es necesario evitar los efectos secundarios negativos de algo que en sí
mismo sería bueno por lo que tenemos que renunciar a nuestro modo de vida, como
si tuviéramos que dirimir entre el placer de un plato exquisito y los riesgos
aferentes. No. Sucede que el plato es intrínsecamente malo, y que seríamos
mucho más felices si nos alejáremos de él. Vivir de otro modo para vivir
mejor".
La
sociedad de crecimiento no es deseable al menos por tres razones: genera un
aumento de las desigualdades y las injusticias, crea un bienestar ampliamente
ilusorio, y a los mismos "ricos" no les asegura una sociedad amigable
sino una anti-sociedad enferma de su riqueza.
La
elevación del nivel de vida de que creen beneficiarse la mayoría de los
ciudadanos del norte es cada vez más una ilusión. Es cierto que gastan más en
términos de bienes y servicios comerciales, pero olvidan deducir de ello la
elevación superior de los costes.
Ésta
toma diversas formas, comerciales y no comerciales: degradación de la calidad
de vida, padecida aunque no cuantificada (aire, agua, medio ambiente), gastos
de "compensación" y reparación (medicamentos, transportes,
entretenimientos) que la vida moderna hace necesarios, elevación de los precios
de productos que escasean (agua embotellada, energía, espacios vitales…)… Lo
que equivale a decir que el crecimiento es un mito, incluso dentro del
imaginario de la economía de bienestar, si no de la sociedad de consumo. Porque
lo que crece por un lado decrece más fuertemente por el otro.
Herman
Daly estableció un índice sintético, el Genuine Progress Indicator (GPI),
que ajusta el Producto Interior Bruto (PIB) según las pérdidas debidas a la
contaminación y degradación del medio ambiente. En el caso de los Estados
Unidos, a partir de los años setenta el índice de progreso auténtico se estanca
o incluso retrocede, mientras que el PIB aumenta. Lo que equivale a decir que,
en esas condiciones, el crecimiento es un mito, porque lo que crece por un lado
decrece más fuertemente por el otro.
Desgraciadamente
todo esto no basta para llevarnos a abandonar el bólido que nos conduce
directamente a estrellarnos contra la pared y a embarcarnos en la dirección opuesta.
Entendámonos
bien. El decrecimiento es una necesidad, no un principio, un ideal, ni el objetivo
único de una sociedad del post-desarrollo y de otro mundo posible. La consigna
del decrecimiento tiene por objeto sobre todo marcar con fuerza el abandono del
objetivo insensato del crecimiento por el crecimiento. En particular, el decrecimiento
no es el crecimiento negativo, expresión antinómica y absurda que traduce
claramente la hegemonía del imaginario del crecimiento. Literalmente eso querría
decir "avanzar retrocediendo".
Sabemos
que la simple desaceleración del crecimiento hunde a nuestras sociedades en la desesperación
a causa del desempleo y el abandono de los programas sociales, culturales y
ecológicos que aseguran un mínimo de calidad de vida. ¡Podemos imaginar la
catástrofe que sería una tasa de crecimiento negativo! Así como no hay nada
peor que una sociedad de trabajo sin trabajo, no hay nada peor que una sociedad
de crecimiento sin crecimiento.
Una
política de decrecimiento podría consistir en primer lugar en reducir o incluso
suprimir el peso sobre el medio ambiente de las cargas que no aportan ninguna satisfacción.
El cuestionamiento del importante volumen de los desplazados de hombres y
mercancías por el planeta con el correspondiente impacto negativo, el no menos importante
de la publicidad aturdidora y muchas veces nefasta, así como de la caducidad
acelerada de los productos y aparatos desechables sin otra justificación que la
de hacer girar cada vez más rápido la mega-máquina infernal, constituyen
importantes reservas de decrecimiento en el consumo material. Así entendido, el
decrecimiento no significa necesariamente una regresión de bienestar.
Para
concebir una sociedad serena de decrecimiento y acceder a ella, hay que salir literalmente
de la economía. Esto significa cuestionar la hegemonía de la economía sobre el
resto de la vida en la teoría y en la práctica, pero sobre todo dentro de
nuestras cabezas. Una condición previa es la feroz reducción del tiempo de
trabajo impuesto para asegurar a todos un empleo satisfactorio. Ya en 1981,
Jacques Ellul, uno de los primeros pensadores de una sociedad de decrecimiento,
fijaba como objetivo para el trabajo no más de dos horas por día. Inspirándonos
en la carta "Consumos y estilos de vida propuesta en el Foro de las
Organizaciones No Gubernamentales de Río, podemos sintetizar todo esto en un
programa de seis "R": Reevaluar, Reestructurar, Redistribuir, Reducir,
Reutilizar, Reciclar. Esos seis objetivos interdependientes ponen en marcha un círculo
virtuoso de decrecimiento sereno, amigable y sustentable. Podríamos incluso alargar
la lista de las "R" con: reeducar, reconvertir, redefinir, remodelar,
repensar, etc., y por supuesto relocalizar, pero todas esas "R" están
más o menos incluidas en las seis primeras.
Vemos
enseguida cuáles son los valores que hay que priorizar y que deberían prevalecer
sobre los valores dominantes actuales. El altruismo debería anteponerse al egoísmo,
la cooperación a la competencia desenfrenada, el placer del ocio a la obsesión por
el trabajo, la importancia de la vida social al consumo ilimitado, el gusto por
el trabajo bien hecho a la eficiencia productiva, lo razonable a lo racional,
etc. El problema es que los valores actuales son sistémicos. Esto significa que
son suscitados y estimulados por el sistema y contribuyen a su vez a
fortalecerlo. Por cierto, la elección de una ética personal diferente, como la
sencillez voluntaria, puede modificar la tendencia y socavar las bases
imaginarias del sistema, pero sin un cuestionamiento radical del mismo, el
cambio corre el riesgo de ser limitado.
La
limitación drástica de los ataques al medio ambiente y por ende de la
producción de valores de cambio incorporados a soportes materiales físicos no
implica necesariamente una limitación de la producción de valores de uso a
través de productos inmateriales. Al menos en parte, éstos pueden conservar una
forma comercial.
Así y
todo, si bien el mercado y la ganancia pueden persistir como incitadores, ya no
pueden ser los fundamentos del sistema. Podemos concebir medidas progresivas
que constituyan etapas, pero es imposible decir si serán aceptadas pasivamente
por los "privilegiados" que serían sus víctimas, ni por las actuales
víctimas del sistema, que están mental o físicamente drogadas por él. Mientras
tanto la inquietante canícula de 2003 en el sudoeste europeo hizo mucho más que
todos nuestros argumentos para convencer de la necesidad de orientarse hacia
una sociedad de decrecimiento. Así, para realizar la necesaria descolonización
del imaginario, podemos contar muy ampliamente en el futuro con la pedagogía de
las catástrofes.
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