Vivimos
en una sociedad cuya organización es jerárquica,
y esto en el trabajo, la producción, la empresa; o en la administración, la
política, el Estado; o incluso en la educación y la investigación científica.
La jerarquía no es una invención de la sociedad moderna. Sus orígenes se
remontan muy atrás, por más que no haya existido siempre y que haya habido
sociedades no jerárquicas que han funcionado muy bien. Pero en la sociedad
moderna, el sistema jerárquico (o, lo que viene a ser más o menos lo mismo, burocrático)
se ha convertido en prácticamente
universal. Dondequiera que se dé una actividad cualquiera, ésta se organiza
conforme al principio jerárquico, y la jerarquía del mando y del poder coincide
cada vez más con la jerarquía de los salarios y las rentas. De tal suerte que
la gente casi no consigue ya imaginar que podría ser de otra manera y que ellos
mismos podrían ser otra cosa distinta de lo que establece su posición en la
pirámide jerárquica.
Los
defensores del sistema actual intentan justificarlo como el único “lógico”,
“racional”, “económico”. Ya hemos intentado demostrar que tales “argumentos” no
valen nada y no justifican nada, que son falsos tomados separadamente y
contradictorios cuando se los considera en conjunto. Tendremos ocasión de volver
a ello más adelante. Mas también se presenta el sistema actual como el único
posible, supuestamente impuesto por las necesidades de la producción moderna,
por la complejidad de la vida social, la gran escala de todas las actividades,
etc. Trataremos de demostrar que esto no es cierto y que la existencia de una
jerarquía es radicalmente incompatible con la autogestión.
AUTOGESTIÓN Y JERARQUÍA DE MANDO
La decisión colectiva y el problema de la
representación
¿Qué
significa, socialmente, el sistema jerárquico? Que una capa de la población
dirige la sociedad y las demás no hacen más que ejecutar sus decisiones; y
también que dicha capa, al recibir los ingresos más elevados, se beneficia de
la producción y del trabajo de la sociedad mucho más que las otras. En pocas
palabras, que la sociedad está dividida entre una capa que dispone del poder y
de los privilegios y el resto, que ha sido desposeído de ambos. La
jerarquización –o burocratización- de todas las actividades sociales no es hoy
más que la forma, cada vez más preponderante, de la división de la sociedad.
Como tal, es a la vez resultado y causa del conflicto que desgarra a la
sociedad.
Si
esto es así, resulta ridículo preguntarse: ¿es compatible la autogestión, es
compatible el funcionamiento y la existencia de un sistema social
autogestionado con el mantenimiento de la jerarquía? Es tanto como preguntarse
si la supresión del sistema penitenciario actual es compatible con el
mantenimiento de los guardias de prisiones, de sus jefes y de los directores de
las cárceles. Pero como es sabido, aquello que no hace falta decir se entiende
aun mejor cuando se dice. Tanto más cuanto que, desde hace milenios, se hace
penetrar en el espíritu de las gentes desde su más tierna infancia la idea de
que es “natural” que unos manden y otros obedezcan, que unos tengan demasiado
de los superfluo y otros no tengan bastante de lo necesario.
Queremos
una sociedad autogestionada. ¿Qué quiere decir esto? Una sociedad que se
gestiona, es decir que se dirige a sí misma. Pero esto aún debe ser precisado.
Una sociedad autogestionada es una sociedad en la que todas las decisiones son
tomadas por la colectividad que, en cada ocasión, se ve concernida por el
objeto de tales decisiones. Es decir, un sistema en el que aquellos que desarrollan
una actividad deciden colectivamente lo
que van a hacer y cómo hacerlo,
con la única limitación que deriva de su coexistencia con otras unidades
colectivas. Así, las decisiones que conciernen a los trabajadores de un taller
deben ser tomadas por los trabajadores de ese taller; aquellas que afectan a
varios talleres a la vez, deben ser tomadas por el conjunto de los trabajadores
afectados o por sus delegados elegidos y revocables; aquellas que conciernen a
los habitantes de un barrio, por los habitantes del barrio; y aquellas, en fin,
que conciernen a toda la sociedad por la totalidad de las mujeres y los hombres
que viven en ella.
Pero
¿qué significa decidir?
Decidir
es decidir por uno mismo. No es dejar la decisión en manos de “personas
competentes” sometidas a un vago “control”. No es tampoco designar a las
personas que van a decidir. No porque la población francesa designe una vez
cada cinco años a quienes harán las leyes, hace ella misma las leyes. No porque
designe, una vez cada siete años, a quien decidirá la política del país, decide
por sí misma esa política. No decide, aliena
su poder de decisión en “representantes” que, por eso mismo, no son ni pueden
ser sus representantes. Ciertamente,
la designación de representantes o de delegados por las diferentes
colectividades, así como la existencia de órganos –comités o consejos- formados
por tales delegados será, indispensable en una multitud de ocasiones. Pero no
será compatible con la autogestión más que si dichos delegados representan
verdaderamente a la colectividad de la que emanan, y esto implica que
permanezcan sometidos a su poder. Lo cual, a su vez, significa no sólo que esta
última los elige, sino también que puede revocarlos cada vez que lo juzgue
necesario.
En
consecuencia, decir que hay una jerarquía de mando formada por “personas
competentes” y, en principio, inamovibles, o decir que hay “representantes”
inamovibles durante un período de tiempo determinado (y que, como prueba la
experiencia, se transforman en prácticamente inamovibles por siempre jamás), es
decir que no hay ni autogestión ni siquiera “gestión democrática”. Lo que
equivale, en efecto, a decir que la colectividad está dirigida por gentes para
las cuales la dirección de los asuntos comunes se ha convertido en un asunto
especializado y exclusivo, y que por derecho y de hecho, escapan al poder de la
colectividad.
Decisión colectiva, formación e información
Por
otra parte, decidir es decidir con
conocimiento de causa. No es ya la colectividad la que decide, incluso si
formalmente “vota”, cuando sólo alguno o algunos disponen de las informaciones
y definen los criterios a partir de los cuales se toma una decisión. Esto
significa que quienes deciden deben disponer de todas las informaciones pertinentes. Pero también que puedan definir
por sí mismos los criterios a partir de los cuales deciden. Y para esto, es
necesario que dispongan de una formación cada
vez más amplia. Ahora bien, una jerarquía de mando implica que quienes deciden
poseen –o, más bien, pretenden poseer- el monopolio de las informaciones y de
la formación o, en todo caso, que tienen un acceso privilegiado a ellas. La
jerarquía se basa en este hecho y tiende constantemente a reproducirlo. Pues,
en una organización jerárquica, todas las informaciones ascienden desde la base
a la cumbre, pero no desciende de nuevo, ni circulan (de hecho, sí circulan,
pero contra las reglas de la
organización jerárquica). Del mismo modo, todas las decisiones descienden desde
la cumbre hacia la base, a la que sólo le queda ejecutarlas. Y así viene a ser
más o menos lo mismo decir que hay jerarquía de mando y decir que esas dos
circulaciones se producen cada una en un sentido único: la cumbre recolecta y
absorbe todas las informaciones que llegan hasta ella y no redifunde entre los
ejecutantes más que el mínimo estrictamente necesario para la ejecución de las
órdenes que les dirige y que emanan tan sólo de ella. En una situación
semejante, es absurdo pensar que podría haber autogestión, o incluso “gestión
democrática”.
¿Cómo
se puede decidir si no se dispone de las informaciones necesarias para decidir
bien? ¿Y cómo se puede aprender a
decidir si uno se limita siempre a ejecutar lo que otros han decidido? Desde el
momento en que se instaura una jerarquía de mando, la colectividad se vuelve
opaca para sí misma y se produce un enorme despilfarro. Se vuelve opaca porque
las informaciones son retenidas en la cumbre. Y se produce un despilfarro
porque los trabajadores no informados o mal informados no saben lo que deberían
saber para llevar a buen fin su tarea, pero sobre todo porque las capacidades
colectivas para dirigirse a sí mismos, así como la inventiva y la iniciativa,
formalmente reservadas al mando, resultan bloqueadas e inhibidas en todos los
niveles.
Por
consiguiente, querer la autogestión –o incluso la “gestión democrática”, si el
término democracia no es utilizado con fines puramente decorativos- y querer
mantener una jerarquía de mando es una contradicción en los términos. Sería más
coherente, en el plano formal, decir como hacen los defensores del sistema
actual: la jerarquía de mando es indispensable, luego no puede haber sociedades
autogestionadas.
Sólo
que esto es falso. Cuando se examinan las funciones de la jerarquía, es decir,
para qué sirve, se constata que, en su mayor parte, no tienen sentido y no
existen más que en función del sistema social actual, mientras que las demás,
aquellas que guardarían un sentido y una utilidad en un sistema social
autogestionado, podrían ser fácilmente colectivizadas. No podemos, dentro de
los límites de este texto, discutir la cuestión en toda su amplitud.
Intentaremos esclarecer algunos aspectos importantes, refiriéndonos sobre todo
a la organización de la empresa y de la producción.
Una
de las funciones más importantes de la jerarquía actual es la de organizar la coacción. En el trabajo,
por ejemplo, ya se trate de talleres u oficinas, una parte esencial de la
“actividad” del aparato jerárquico, desde los jefes de equipo hasta la
dirección, consiste en vigilar, controlar, sancionar, en imponer directa o
indirectamente la “disciplina” y la ejecución conforme a las órdenes recibidas
por quienes las tienen que ejecutar. ¿Y por qué es necesario organizar la
coacción? ¿Por qué hace falta que haya coacción? Porque en general los
trabajadores no manifiestan espontáneamente un entusiasmo desbordante por hacer
lo que la dirección quiere que hagan. Y esto ¿por qué? Porque ni su trabajo ni
su producto les pertenece, porque se sienten alienados y explotados, porque no
han decidido por sí mismos lo que han de hacer y cómo hacerlo, ni lo pasará con
lo que ya han hecho; en pocas palabras, porque hay un conflicto perpetuo entre los que trabajan y los que
dirigen el trabajo de los otros y sacan provecho de él. En suma: es necesario
que haya jerarquía para organizar la coacción, y es necesario que haya coacción
porque hay división y conflicto, o lo que es lo mismo, porque hay jerarquía.
Más
a menudo se presenta la jerarquía como estando ahí para arreglar los
conflictos, enmascarando así el hecho de que la existencia de la jerarquía es,
en sí misma, fuente de un conflicto perpetuo. Pues mientras haya un sistema
jerárquico, se dará, por esa misma razón, el renacimiento continuo de un
conflicto radical entre una capa dirigente y privilegiada y las demás
categorías, reducidas a roles de ejecución.
Se
dice que si no hubiese coacción, no habría ninguna disciplina, que cada cual
haría lo que le diera la real gana y que sería el caos. Pero también esto es un
sofisma. La cuestión no es saber si hace falta disciplina, o incluso coacción,
sino qué disciplina, decidida por quién, controlada por quién, bajo qué formas
y con qué fines. Cuanto más ajenos son los fines a los que sirve una disciplina
con respecto a las necesidades y los deseos de quien deben realizarla, tanto
más exteriores son las decisiones que atañen a tales fines y las formas de la
disciplina, y mayor necesidad de coacción existe para hacer que se respeten.
Una
colectividad autogestionada no es una colectividad sin disciplina, sino una
colectividad que decide por sí misma sobre su disciplina y, llegado el caso,
sobre las sanciones contra aquellos que la violen deliberadamente. Por lo que
respecta, en particular, al trabajo, no se puede discutir seriamente la
cuestión presentando a la empresa autogestionada como rigurosamente idéntica a
la empresa contemporánea, salvo que le hubiésemos quitado el caparazón
jerárquico. En la empresa contemporánea se impone a la gente un trabajo que le
resulta ajeno y sobre el cual no puede decir nada. Lo asombroso no es que la gente
se oponga a él, sino que no se oponga infinitamente más de lo que es habitual.
No se puede creer ni por un instante que su actitud frente al trabajo sería la
misma si su relación con él se hubiese transformado y hubiesen comenzado a
convertirse en sus dueños. Por otro lado, tampoco en la empresa contemporánea
hay una sola disciplina, sino dos.
Está la disciplina que, a golpes de coacción y de sanciones financieras o de
otro tipo, el aparato jerárquico trata constantemente de imponer. Y está la disciplina, mucho menos aparente
pero no menos fuerte, que surge en el seno de los grupos de trabajadores de un
equipo o de un taller y que hace, por ejemplo, que no sean tolerados quienes
hacen demasiado ni quienes no hacen lo bastante. Los grupos humanos no son ni
han sido nunca los conglomerados caóticos de individuos movidos únicamente por
el egoísmo y en lucha los unos contra los otros que quisieran hacer creer los
ideólogos del capitalismo y de la burocracia, y que de este modo no expresan
más que su propia mentalidad. En los grupos, y en particular en aquellos que
están unidos en una tarea común permanente, surgen siempre normas de
comportamiento y una presión colectiva que hace que se respeten.
Autogestión, competencia y decisión
Pasemos
ahora a esa otra función esencial de la jerarquía que aparece como
independiente de la estructura social contemporánea: las funciones de decisión
y de dirección. La cuestión que se plantea es la siguiente: ¿por qué las
colectividades implicadas no pudrían cumplir ellas mismas dicha función,
dirigirse a sí mismas y decidir por sí mismas? ¿Por qué sería necesaria la
existencia de una clase particular de personas, organizadas en un aparato
aparte, que decida y que dirija? A esta cuestión, los defensores del sistema
actual ofrecen dos tipos de respuesta. La una se sustenta en la invocación al
“saber” y a la “competencia”. La otra afirma, con palabras más o menos
encubiertas, que en todo caso es necesario que algunos decidan, porque de otro
modo sobrevendría el caos, o dicho de otro modo, porque la colectividad sería
incapaz de dirigirse a sí misma.
Nadie
niega la importancia del saber y de la competencia, ni, sobre todo, el hecho de
que hoy en día un cierto saber y una cierta competencia están reservados a una minoría. Pero también
en este caso los hechos no son invocados más que para ocultar algunos sofismas.
No son en general los que poseen mayor saber y competencia los que dirigen en
el sistema actual. Los que dirigen son los que se han mostrado capaces de
ascender en el aparato jerárquico o aquellos que, en función de su origen
familiar y social, se han encontrado desde el principio en la buena senda,
después de haber obtenido algunos diplomas. En ambos casos, la “competencia”
exigida para mantenerse o para elevarse en el aparato jerárquico se refiere
mucho más a la capacidad de defenderse y de vencer en la concurrencia a la que
se libran individuos, camarillas y clanes en el seno de ese mismo aparato que a
la aptitud para dirigir un trabajo colectivo. En segundo lugar, no porque
alguien o algunos posean un saber o una competencia técnica o científica, la
mejor manera de utilizarlos sea confiarles la dirección de un conjunto de
actividades. Uno puede ser un excelente ingeniero en su especialidad, sin ser
capaz, sin embargo, de “dirigir” el conjunto de un departamento en una fábrica.
Por otro lado, no hay más que constatar lo que pasa actualmente a este
respecto. Técnicos y especialistas están generalmente confinados en su dominio
particular. Los “dirigentes” se rodean de algunos consejeros técnicos, obtienen
sus opiniones sobre las decisiones que se han de tomar (opiniones que a menudo
divergen entre sí) y finalmente “deciden”. Se ve claramente aquí el absurdo del
argumento. Si el “dirigente” decidiese en función de su “saber” y de su
“competencia”, debería ser experto y competente en todo, sea directamente, sea
para decidir, cuál, entre las opiniones divergentes de los especialistas, es la
mejor. Esto es evidentemente imposible, así que los dirigentes zanjan de hecho
las divergencias arbitrariamente, en función de su “juicio”. Ahora bien, este
“juicio” de uno solo no tiene ninguna razón de ser que lo haga más válido que
el juicio que se formaría en una colectividad autogestionada a partir de una
experiencia real infinitamente más amplia que la de un solo individuo.
Autogestión, especialización y racionalidad
Saber
y competencia son, por definición, especializados, y lo son mucho más cada día
que pasa. Fuera de su dominio especial, el técnico o el especialista no es más
capaz que cualquier otro de tomar una buena decisión. Por lo demás, incluso en
el interior de su dominio particular, su punto de vista está fatalmente
limitado. Por un lado, ignora los otros dominios, que se encuentran
necesariamente en interacción con el suyo, y tiende a descuidarlos. Por eso,
tanto en las empresas como en las administraciones actuales, la cuestión de la
coordinación “horizontal” de los servicios de dirección es una pesadilla
perpetua. Hace ya tiempo que se han creado especialistas de la coordinación
para coordinar las actividades de los especialistas de la dirección, que de
este modo se reconocen incapaces de dirigirse a sí mismos. Por otro lado y sobre todo, los especialistas
emplazados en el aparato de dirección se encuentran, por ese mismo motivo,
separados del proceso real de producción, de lo que pasa en él, de las
condiciones en las cuales los trabajadores deben efectuar su trabajo. La mayor
parte del tiempo, las decisiones tomadas en los despachos, después de sesudos
cálculos, perfectos sobre el papel, se demuestran inaplicables tal cual, pues
no han tenido suficientemente en cuenta las condiciones reales en las que
habrán de ser aplicadas. Ahora bien, tales condiciones reales, por definición,
sólo las conoce la colectividad de los trabajadores. Todo el mundo sabe que
este hecho es, en las empresas contemporáneas, una fuente de conflictos
perpetuos y de un inmenso despilfarro.
Por el contrario, saber y competencia pueden
ser racionalmente utilizados si quienes los poseen vuelven a sumergirse en la
colectividad de los productores, si se convierten en uno de los componentes de
las decisiones que dicha colectividad tendrá que tomar. La autogestión exige la
cooperación entre quienes poseen un saber y una competencia particulares y
quienes asumen el trabajo productivo en sentido estricto. Es completamente
incompatible, pues, con una separación entre estas dos categorías. Sólo si se
instaura una cooperación semejante, el saber y la competencia podrán ser
plenamente utilizadas; mientras que, hoy en día, no son utilizadas más que por
una pequeña parte, pues quienes los poseen están confinados en tareas
limitadas, estrechamente circunscritas por la división del trabajo en el
interior del aparato de dirección. Además, sólo dicha cooperación puede asegurar
que saber y competencia sean puestos efectivamente al servicio de la
colectividad y no de fines particulares.
¿Podría
desarrollarse tal cooperación sin que surgiesen conflictos entre los
“especialistas” y los demás trabajadores? Si un especialista afirma, a partir
de su saber especializado, que tal metal, puesto que posee tales propiedades,
es el más indicado para tal útil o tal pieza, no se ve por qué ni basándose en
qué podría provocar las objeciones gratuitas de los obreros. Por lo demás,
incluso en este caso una decisión racional exige que los obreros no sean ajenos
a la cuestión; por ejemplo, porque las propiedades del material elegido
desempeñan un papel durante la fabricación de las piezas o de los útiles. Pero
las decisiones verdaderamente importantes que conciernen a la producción
comportan siempre una dimensión esencial relativa al rol y al lugar de los
hombres en esa misma producción. A este respecto no existe –por definición-
ningún saber ni ninguna competencia que pueda superar el punto de vista de
quienes tendrán que efectuar realmente el trabajo. Ninguna organización de una
cadena de fabricación o montaje puede ser ni racional ni aceptable si ha sido
decidida sin tener en cuenta el punto de vista de quienes trabajarán en ella. Puesto
que no se tiene en cuenta, tales decisiones son actualmente casi siempre
erradas, y si la producción marcha a pesar de todo, es porque los obreros se
organizan entre ellos para hacerla marchar, transgrediendo las reglas y las
instrucciones “oficiales” sobre la organización del trabajo. Pero, incluso si
las suponemos “racionales” desde el estrecho punto de vista de la eficacia
productiva, dichas decisiones son inaceptables precisamente porque están, y no
pueden más que estar, exclusivamente basadas en el principio de la “eficacia
productiva”. Lo cual quiere decir que tienden a subordinar íntegramente a los
trabajadores al proceso de fabricación y a tratarlos como piezas del mecanismo
productivo. Ahora bien, esto no se debe a la maldad de la dirección, ni a su
estupidez, ni siquiera a la simple búsqueda del beneficio (como prueba que la
“Organización del trabajo es rigurosamente la misma en los países del Este y en
los países occidentales), sino que es la consecuencia directa e inevitable de
un sistema en el que las decisiones son tomadas por quienes no habrán de realizarlas.
Un sistema semejante no puede tener
otra “lógica”.
Pero
una sociedad autogestionada no puede seguir dicha “lógica”. Su lógica es
completamente otra; es la lógica de la liberación de los hombres y de su
desarrollo. La colectividad de los trabajadores puede muy bien decidir –y, en
nuestra opinión, tendría razón al hacerlo- que, para ella, las jornadas de
trabajo menos penosas, menos absurdas, más libres y más felices son
infinitamente preferibles a algunos pedazos suplementarios de chucherías. Y
para tales elecciones, absolutamente fundamentales, no hay criterio
“científico” u “objetivo” que valga; el único criterio es el juicio de la
colectividad sobre lo que ella misma prefiere, a partir de su experiencia, de
sus necesidades y de sus deseos.
Esto
es verdad a la escala de la sociedad entera. Ningún criterio “científico”
permite a nadie decidir que es preferible para la sociedad tener, el año
próximo, más ocio que consumo o a la inversa, un crecimiento más o menos
rápido, etc. Quien dice que tales criterios existen es un ignorante o un
impostor. El único criterio que en este ámbito tiene sentido es lo que los
hombres y las mujeres que forman la sociedad quieren, y esto sólo ellos, y
nadie en su lugar, pueden decidirlo.
AUTOGESTIÓN Y JERARQUÍA DE LOS SALARIOS Y
LOS INGRESOS
No hay criterios objetivos que permitan
fundamentar una jerarquía de las remuneraciones
Del
mismo modo que no es compatible con una jerarquía de mando, una sociedad
autogestionada no es compatible con una jerarquía de los salarios y de los
ingresos.
Para
empezar, la jerarquía de los salarios y los ingresos se corresponde actualmente
con la jerarquía de mando –totalmente en los países del Este, y en buena medida
en los occidentales-. Lo que hace falta es ver cómo es reclutada dicha
jerarquía. El hijo de un rico será un hombre rico, el hijo de un ejecutivo
tiene todas las oportunidades para convertirse en ejecutivo. De esta manera y
en una amplia medida, las capas que ocupan los estratos superiores de la
pirámide se perpetúan hereditariamente. Y esto no se debe al azar. Cualquier
sistema social tiende siempre a auto-reproducirse. Si hay clases sociales que
tienen privilegios, sus miembros harán todo lo que puedan –y sus privilegios significan
precisamente que tienen un poder enorme a este respecto- para transmitirlos a
sus descendientes. En la medida en que, en un sistema semejante, tales clases
tienen necesidad de “hombres nuevos” –porque los aparatos de dirección se
extienden y proliferan-, seleccionan, entre los descendientes de las clases
“inferiores”, a los más aptos para cooptarlos en sus filas. En la misma medida,
puede parecer que el “trabajo” y las “capacidades” de quienes han sido
cooptados han desempeñado un papel en su carrera, que recompensa su “mérito”. Pero,
una vez más, “capacidades” y “mérito” significan aquí esencialmente la
capacidad para adaptarse al sistema dominante y mejor servirlo. Tales
capacidades no tienen sentido para una sociedad autogestionada, ni desde su punto
de vista.
Ciertamente
la gente puede pensar que, incluso en una sociedad autogestionada, los
individuos más valerosos, los más tenaces, los más trabajadores, los más
“competentes”, deberían tener derecho a una “recompensa” particular, y que
dicha recompensa debería ser financiera. Y esto alimenta la ilusión de que
podría haber en ella una jerarquía de ingresos que estuviese justificada.
Tal
ilusión no resiste al examen. Igual que en el sistema actual, no resulta
posible ver sobre qué podrían fundamentarse lógicamente y justificar de manera
calculada las diferencias de remuneración. ¿Por qué tal competencia debería
valerle a su posesor un ingreso cuatro veces mayor que a otro, y no diez o
doce? ¿Qué sentido tiene afirmar que la competencia de un buen cirujano vale
exactamente lo mismo –o más, o menos- que la de un buen ingeniero? ¿Y por qué
no vale exactamente lo mismo que la de un buen conductor de trenes o la de un
buen maestro?
Fuera
de algunos ámbitos muy estrechos y privados de significación general, no hay
criterios objetivos para medir y comparar entre sí las competencias, los
conocimientos y el saber de individuos diferentes. Y si es la sociedad la que
soporta los gastos de adquisición de un saber determinado por un individuo
–como ya es prácticamente el caso-, no se ve por qué ese individuo, que ya se
ha beneficiado una vez del privilegio que dicha adquisición constituye en sí
misma, debería beneficiarse una segunda vez en la forma de unos ingresos
superiores. Lo mismo vale, por lo demás, para el “mérito” y la “inteligencia”.
Hay sin duda individuos que nacen más dotados que otros para realizar ciertas
actividades, o bien llegan a estar más dotados. Tales diferencias son, en
general, reducidas y su desarrollo depende sobre todo del medio familiar,
social y educativo. Pero, en cualquier caso, en la medida en que uno tiene un
“don”, el ejercicio de ese “don” es en sí mismo una fuente de placer si no se
ve coartado. Y para los escasos individuos que están excepcionalmente dotados,
lo que importa no es una “recompensa” financiera, sino crear lo que
irresistiblemente se ven empujados a crear. Si Einstein hubiese estado
interesado por el dinero, no habría llegado a ser Einstein, y es probable que,
como patrón o financiero, hubiera resultado bastante mediocre.
En
ocasiones se resalta ese argumento increíble que dice que, sin una jerarquía de
salarios, la sociedad no podría encontrar a personas que aceptasen cumplir las
funciones más difíciles, y se presenta como tales las del ejecutivo, el
dirigente, etc. Es conocida la frase que repiten a menudo los “responsables”:
“si todo el mundo gana lo mismo, yo prefiero coger la escoba”. Pero en países
como Suecia, donde las diferencias de salario son ahora mucho menores que en
Francia, las empresas no funcionan peor y nadie ha visto que los ejecutivos se
abalancen sobre las escobas.
Lo
que se constata cada vez más en los países industrializados es más bien lo
contrario: las personas que abandonan las empresas son aquellas que ocupan los
empleos verdaderamente más difíciles; es decir, los más penosos y los menos
interesantes. Y el aumento de los salarios del personal correspondiente no
consigue detener la hemorragia. Por esa razón, tales trabajos se van dejando
cada vez más para la mano de obra inmigrante. Es un fenómeno que se explica si
se reconoce la siguiente evidencia: que a no ser que se vea obligada por la
miseria, la gente rehúsa cada vez más emplearse en trabajos idiotas. Jamás se
ha constatado el fenómeno inverso, y podemos apostar a que continuará siendo así.
Llegamos, pues, a la conclusión, conforme a la lógica misma de este argumento,
de que son los trabajos más interesantes los que deberían estar peor
remunerados, ya que, bajo cualquier condición, son éstos los trabajos más
atrayentes para la gente; es decir, que la motivación para elegirlos y
desempeñarlos se encuentra ya, en gran medida, en la propia naturaleza del
trabajo.
Autogestión, motivación en el trabajo y
producción para las necesidades
Pero
¿adónde conducen finalmente todos los argumentos que pretenden justificar la
jerarquía en una sociedad autogestionada? ¿Cuál es la idea oculta que les sirve
de fundamento? Que la gente no elige un trabajo y lo lleva a cabo más que para
ganar más dinero que los otros. Pero esto, que se presenta como una verdad
eterna que concierne a la naturaleza humana, no es en realidad más que la
mentalidad capitalista que, en mayor o menor medida, ha penetrado en la
sociedad (y que, como demuestra la persistencia de la jerarquía de salarios en
los países del Este, sigue siendo dominante también en éstos). Ahora bien, tal
mentalidad es una de las condiciones para que el sistema actual exista y se
perpetúe; e, inversamente, no puede existir a menos que dicho sistema se
mantenga. La gente atribuye importancia a las diferencias en los ingresos
porque tales diferencias existen y porque, en el sistema social actual, son
consideradas importantes. Si uno puede ganar un millón al mes, en lugar de cien
mil francos, y si el sistema social alimenta por todos los medios la idea de
que quien gana un millón vale más, es mejor que quien no gana más que cien mil
francos, entonces, en efecto, mucha gente (aunque no toda, ni siquiera hoy) se
verá motivada a hacer cualquier cosa para ganar un millón en lugar de cien mil
francos. Pero si una diferencia semejante no existe en el sistema social; si se
considera tan absurdo querer ganar más que los demás como hoy consideramos (al
menos, la mayor parte de nosotros) querer a todo precio que una partícula
preceda al apellido, entonces otras motivaciones, que, éstas sí, tienen un
valor social auténtico, podrán hacer su aparición o, mejor dicho, eclosionar:
el interés por el trabajo en sí mismo, el placer de hacer bien lo que uno mismo
ha elegido hacer, la invención, la creatividad, la estima y el reconocimiento
de los otros. Inversamente, mientras la miserable motivación económica siga
ahí, todas estas otras motivaciones quedarán atrofiadas y deformadas desde la
infancia de los individuos.
Pues
cualquier sistema jerárquico se basa en la concurrencia de los individuos y en
la lucha de todos contra todos. Dirige constantemente a los hombres los unos
contra los otros y los incita a utilizar todos los medios para “ascender”. Presentar
la concurrencia cruel y sórdida que se desarrolla en la jerarquía del poder,
del mando, de los ingresos, como una “competición”deportiva en la que los
“mejores” ganan en un juego limpio, es tomar a la gente por imbécil y creer que
no ven cómo pasan las cosas realmente en un sistema jerárquico, ya sea en la
fábrica, en los despachos, en la universidad, e incluso, cada vez más, en la
investigación científica, desde el momento en que ésta se ha convertido en una
inmensa empresa burocrática. La existencia de la jerarquía se basa en la lucha
sin misericordia de cada uno contra todos los demás, y exacerba tal lucha. Ésta
es la razón, por otra parte, por la que la jungla se hace cada vez más
despiadada a medida que uno asciende en los escalones de la jerarquía, y por la
cual no se encuentra cooperación más que en la base, donde las posibilidades de
“promoción” son escasas o inexistentes. La introducción artificial de
diferenciaciones en este nivel por la dirección de las empresas pretende
precisamente romper dicha cooperación. Ahora bien, desde el momento en que haya
privilegios de cualquier naturaleza, pero en particular de naturaleza
económica, inmediatamente renacerá la concurrencia entre los individuos, y al
mismo tiempo la tendencia a aferrarse a los privilegios que ya se poseen y, con
este fin, a intentar también adquirir mayor poder y a sustraerlo al control de
los otros. Desde ese momento mismo, ya no puede hablarse de autogestión.
Finalmente,
una jerarquía de los salarios y de los ingresos es asimismo incompatible con
una organización racional de la economía en una sociedad autogestionada. Pues
una jerarquía semejante falsifica inmediata y gravemente la expresión de la
demanda social.
Una organización racional de la economía en
una sociedad autogestionada implica, en efecto, que, mientras los objetos y los
servicios producidos por la sociedad sigan teniendo un “precio” –mientras no se
puedan distribuir libremente- y mientras, en consecuencia, exista un “mercado”
para los bienes de consumo individual, la producción esté orientada por las
indicaciones de ese mercado, es decir, por la demanda solvente de los
consumidores. Pues no hay, para comenzar, otro sistema defendible.
Contrariamente a lo que dice un eslogan reciente, al que no podemos dar nuestra
aprobación más que metafóricamente, no es posible ofrecer a todos “todo y a
toda prisa”. Sería absurdo, por otro lado, limitar el consumo mediante
racionamiento autoritario, lo que equivaldría a una tiranía intolerable y
estúpida sobre las preferencias de cada cual: ¿por qué distribuir entre todos
un disco y cuatro entradas para el cine cuando hay gentes que prefieren la
música a las imágenes, y otros lo contrario, y eso sin hablar de los sordos y
de los ciegos? Pero un “mercado” de bienes de consumo individual no es
verdaderamente defendible más que si es verdaderamente democrático; a saber, si
las papeletas de voto de cada uno tienen en él el mismo peso. Tales papeletas
de voto son los ingresos de cada cual. Si los ingresos son desiguales, el voto
queda inmediatamente trucado: hay personas cuya voz cuenta mucho más que la de
los demás. Así, hoy en día, el “voto” del rico por una villa en la Costa Azul o
por un avión particular pesa mucho más que el voto de quien vive en una
infravivienda por una vivienda decente, o el de un peón por un viaje en tren en
segunda clase. Y es preciso darse cuenta de que el impacto de la distribución
desigual de los ingresos sobre la estructura de la producción de bienes de
consumo es inmenso.
Un
ejemplo aritmético que no pretende ser riguroso, pero que está cercano a la
realidad en orden de magnitud, permite ilustrar lo anterior. Si suponemos que
podría agruparse al 80% de la población francesa con los ingresos más bajos en
torno a una media de 20000 francos por año después de impuestos (los ingresos
más bajos en Francia, que corresponden a una categoría muy numerosa, los viejos
sin pensión o con una pensión muy pequeña, son muy inferiores con diferencia al
SMIP) y al 20% restante en torno a una media de 80000 francos por año después
de impuestos, vemos, mediante un cálculo simple, que estas dos categorías se repartirían
a medias el ingreso disponible para el consumo. En estas condiciones, una
quinta parte de la población dispondría de tanto poder adquisitivo como los
otros cuatro quintos. Esto quiere decir también que alrededor del 35% de la
producción de bienes de consumo del país está exclusivamente orientado por la demanda del grupo más favorecido y
destinado a su satisfacción, después de
la satisfacción de las necesidades “elementales” de ese mismo grupo; o dicho de
otro modo, que el 30% de todas las personas empleadas trabajan para satisfacer
las “necesidades” no esenciales de
las categorías más favorecidas (dando por supuesto que la relación consumo /
inversión es de 4 a 1, que es a groso modo el orden de magnitud observado en la
realidad).
Vemos,
pues, que la orientación de la producción que el “mercado” impondría en estas
condiciones no reflejaría las necesidades de la sociedad, sino una imagen
deformada en la cual el consumo no esencial de las clases favorecidas tendría
un peso desproporcionado. Es difícil creer que, en una sociedad autogestionada,
en la que estos hechos serían conocidos por todos con exactitud y precisión, la
gente toleraría una situación semejante; o que podría, en tales condiciones,
considerar la producción como su propia labor y sentirse concernida por ella;
sin lo cual, dicho sea en una aparte, no puede hablarse en ningún momento de
autogestión.
La
supresión de la jerarquía de salarios es, pues, el único medio de orientar la
producción hacia las necesidades de la colectividad, de eliminar la lucha de
todos contra todos y la mentalidad económica y de permitir la participación
interesada, en el verdadero sentido del término, de todos los hombres y mujeres
en la gestión de los asuntos de la colectividad.
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