La
semana pasada recibí una llamada del Ministerio de Cultura. Se me invitaba a
una reunión-cena el viernes 7 con la ministra y otras personas del mundo de la
cultura. Al parecer, la reunión era una más en una serie de contactos que el
Ministerio está buscando ahora para pulsar la opinión en el sector sobre el
tema de las descargas, la tristemente célebre Ley Sinde, etc. Acepté, pensando
que igual después de la bofetada que se había llevado la ley en el Congreso (y
la calle y la Red) se estaban abriendo preguntas, replanteándose cosas. Y que
tal vez yo podía aportar algo ahí como pequeño editor que publica habitualmente
con licencias Creative Commons y como alguien implicado desde hace años en los
movimientos copyleft/cultura libre.
El mismo día de la
reunión-cena conocí el nombre del resto de invitados: Álex de la Iglesia,
Soledad Giménez, Antonio Muñoz Molina, Elvira Lindo, Alberto García Álix, Ouka
Leele, Luis Gordillo, Juan Diego Botto, Manuel Gutiérrez Aragón, Gonzalo Suárez
(relacionado con el ámbito de los videojuegos), Cristina García Rodero y al
menos dos personas más cuyos nombres no recuerdo ahora (perdón). ¡Vaya
sorpresa! De pronto me sentí descolocado, como fuera de lugar. En primer lugar,
porque yo no ocupo en el mundo de la edición un lugar ni siquiera remotamente
comparable al de Álex de la Iglesia en el ámbito del cine o Muñoz Molina en el
de la literatura. Y luego, porque tuve la intuición de que los invitados
compartían más o menos una misma visión sobre el problema que nos reunía. En
concreto, imaginaba (correctamente) que sería el único que no veía con buenos
ojos la Ley Sinde y que no se sintió muy triste cuando fue rechazada en el
Congreso (más bien lo contrario). De pronto me asaltaron las preguntas: ¿qué
pintaba yo ahí? ¿En calidad de qué se me invitaba, qué se esperaba de mí? ¿Se
conocía mi vinculación a los movimientos copyleft/cultura libre? ¿Qué podíamos
discutir razonablemente tantas personas en medio de una cena? ¿Cuál era el
objetivo de todo esto?
Con todas esas
preguntas bailando en mi cabeza, acudí a la reunión. Y ahora he decidido contar
mis impresiones. Por un lado, porque me gustaría compartir la preocupación que
me generó lo que escuché aquella noche. Me preocupa que quien tiene que
legislar sobre la Red la conozca tan mal. Me preocupa que sea el miedo quien
está tratando de organizar nuestra percepción de la realidad y quien está
tomando las decisiones gubernamentales. Me preocupa esa combinación de
ignorancia y miedo, porque de ahí sólo puede resultar una cosa: el recurso a la
fuerza, la represión y el castigo. No son los ingredientes básicos de la
sociedad en la que yo quiero vivir.
Por otro lado,
querría tratar de explicar lo que pienso algo mejor que el viernes. Porque
confieso desde ahora que no hice un papel demasiado brillante que digamos. Lo
que escuchaba me sublevó hasta tal punto que de pronto me descubrí discutiendo
de mala manera con quince personas a la vez (quince contra uno, mierda
para...). Y cuando uno ataca y se defiende olvida los matices, los posibles
puntos en común con el otro y las dudas que tiene. De hecho me acaloré tanto
que la persona que tenía al lado me pidió que me tranquilizara porque le estaba
subiendo la tensión (!). Tengo un amigo que dice: "no te arrepientas de tus
prontos, pero vuelve sobre los problemas". Así que aquí estoy también para
eso.
Quizá haya por ahí
algún morboso preguntándose qué nos dieron para cenar. Yo se lo cuento, no hay
problema, es muy sencillo. Fue plato único: miedo. El miedo lo impregnaba todo.
Miedo al presente, miedo al porvenir, miedo a la gente (sobre todo a la gente
joven), miedo a la rebelión de los públicos, miedo a la Red. Siento decir que
no percibí ninguna voluntad de cambiar el rumbo, de mirar a otros sitios, de
escuchar o imaginar alternativas que no pasen simplemente por insistir con la
Ley Sinde o similares. Sólo palpé ese miedo reactivo que paraliza la
imaginación (política pero no sólo) para abrir y empujar otros futuros. Ese
miedo que lleva aparejado un conservadurismo feroz que se aferra a lo que hay
como si fuera lo único que puede haber. Un miedo que ve enemigos, amenazas y
traidores por todas partes.
Quien repase la
lista de invitados concluirá enseguida que se trata del miedo a la crisis
irreversible de un modelo cultural y de negocio en el que "el ganador se
lo lleva todo" y los demás poco o nada. Pero no nos lo pongamos demasiado
fácil y pensemos generosamente que el miedo que circulaba en la cena no sólo
expresa el terror a perder una posición personal de poder y de privilegio, sino
que también encierra una preocupación muy legítima por la suerte de los
trabajadores de la cultura. Ciertamente, hay una pregunta que nos hacemos
todos(1) y que tal vez podría ser un frágil hilo común entre las distintas
posiciones en juego en este conflicto: ¿cómo pueden los trabajadores de la
cultura vivir de su trabajo hoy en día?
Lo que pasa es que
algunos nos preguntamos cómo podemos vivir los trabajadores de la cultura de
nuestro trabajo pero añadiendo (entre otras muchas cosas): en un mundo que es y
será infinitamente copiable y reproducible (¡viva!). Y hay otros que encierran
su legítima preocupación en un marco de interpretación estrechísimo: la
industria cultural, el autor individual y propietario, la legislación actual de
la propiedad intelectual, etc. O sea el problema no es el temor y la
preocupación, sino el marco que le da sentido. Ese marco tan estrecho nos
atrapa en un verdadero callejón sin salida en el que sólo se puede pensar cómo
estiramos lo que ya hay. Y mucho me temo que la única respuesta posible es:
mediante el miedo. Responder al miedo con el miedo, tratar de que los demás
prueben el miedo que uno tiene. Ley, represión, castigo. Lo expresó muy
claramente alguien en la reunión, refiriéndose al modelo americano para
combatir las descargas: "Eso es, que al menos la gente sienta miedo".
Me temo que esa es la educación para la ciudadanía que nos espera si no
aprendemos a mirar desde otro marco.
Tienen miedo a la
Red. Esto es muy fácil de entender: la mayoría de mis compañeros de mesa
piensan que "copiar es robar". Parten de ahí, ese principio
organiza su cabeza. ¿Cómo se ve la Red, que ha nacido para el intercambio,
desde ese presupuesto? Está muy claro: es el lugar de un saqueo total y
permanente. "¡La gente usa mis fotos como perfil en Facebook!", se
quejaba amargamente alguien que vive de la fotografía en la cena. Copiar es
robar. No regalar, donar, compartir, dar a conocer, difundir o ensanchar lo común.
No, es robar. Traté de explicar que para muchos creadores la visibilidad que
viene con la copia puede ser un potencial decisivo. Me miraban raro y yo me
sentía un marciano.
Me parece un hecho
gravísimo que quienes deben legislar sobre la Red no la conozcan ni la aprecien
realmente por lo que es, que ante todo la teman. No la entienden técnicamente,
ni jurídicamente, ni culturalmente, ni subjetivamente. Nada. De ahí se deducen chapuzas tipo Ley Sinde, que confunde las páginas de
enlaces y las páginas que albergan contenidos. De ahí la propia idea recurrente
de que cerrando doscientas webs se acabarán los problemas, como si después de
Napster no hubiesen llegado Audiogalaxy, Kazaa, Emule, Megavideo, etc. De ahí
las derrotas que sufren una y otra vez en los juzgados. De ahí el hecho
excepcional de que personas de todos los colores políticos (y apolíticos) se
junten para denunciar la vulneración de derechos fundamentales que perpetran
esas leyes torpes y ciegas.
Tienen miedo a la
gente. Cuando había decidido desconectar y concentrarme en el atún rojo, se
empezó a hablar de los usuarios de la Red. "Esos consumidores
irresponsables que lo quieren todo gratis", "esos egoístas
caprichosos que no saben valorar el trabajo ni el esfuerzo de una obra". Y
ahí me empecé a poner malo. Las personas se bajan material gratuito de la Red
por una multiplicidad de motivos que esos clichés no contemplan. Por ejemplo,
están todos aquellos que no encuentran una oferta de pago razonable y sencilla.
Pero la idea que tratan de imponernos los estereotipos es la siguiente: si yo
me atocino la tarde del domingo con mi novia en el cine viendo una peli
cualquiera, estoy valorando la cultura porque pago por ella. Y si me paso dos
semanas traduciendo y subtitulando mi serie preferida para compartirla en la
Red, no soy más que un despreciable consumidor parásito que está hundiendo la
cultura. Es increíble, ¿no? Pues la Red está hecha de un millón de esos gestos
desinteresados. Y miles de personas (por ejemplo, trabajadores culturales
azuzados por la precariedad) se descargan habitualmente material de la Red
porque quieren hacer algo con todo ello: conocer y alimentarse para crear. Es
precisamente una tensión activa y creativa la que mueve a muchos a buscar y a
intercambiar, ¡enteraos!
Lo que hay aquí es
una élite que está perdiendo el monopolio de la palabra y de la configuración de la realidad.
Y sus discursos traducen una mezcla de disgusto y rabia hacia esos actores
desconocidos que entran en escena y desbaratan lo que estaba atado y bien
atado. Ay, qué cómodas eran las cosas cuando no había más que audiencias
sometidas. Pero ahora los públicos se rebelan: hablan, escriben, se manifiestan,
intervienen, abuchean, pitan, boicotean, silban. En la reunión se podía palpar
el pánico: "nos están enfrentando con nuestro público, esto es muy
grave". Pero, ¿quién es ese "nos" que "nos enfrenta a
nuestro público"? Misterio. ¿Seguro que el público no tiene ninguna razón
verdadera para el cabreo? ¿No es esa una manera de seguir pensando al público
como una masa de borregos teledirigida desde algún poder maléfico? ¿Y si el
público percibe perfectamente el desprecio con el que se le concibe cuando se
le trata como a un simple consumidor que sólo debe pagar y callar?
Tienen miedo al
futuro. "¿Pero tú qué propones?" Esa pregunta es siempre una manera
eficaz de cerrar una conversación, de dejar de escuchar, de poner punto y final
a un intercambio de argumentos. Uno parece obligado a tener soluciones para una
situación complejísima con miles de personas implicadas. Yo no tengo ninguna
respuesta, ninguna, pero creo que tengo alguna buena pregunta. En el mismo
sentido, creo que lo más valioso del movimiento por una cultura libre no es que
proponga soluciones (aunque se están experimentando muchas, como Creative
Commons), sino que plantea unas nuevas bases donde algunas buenas respuestas
pueden llegar a tener lugar. Me refiero a un cambio en las ideas, otro marco de
interpretación de la realidad. Una revolución mental que nos saque fuera del
callejón sin salida, otro cerebro. Que no confunda a los creadores ni a la cultura con la
industria cultural, que no confunda los problemas del star-system con los del
conjunto de los trabajadores de la cultura, que no confunda el intercambio en
la Red con la piratería, etc.
Eso sí, hablé del
papel fundamental que para mí podrían tener hoy las políticas públicas para
promover un nuevo contrato social y evitar la devastación de la
enésima reconversión industrial, para acompañar/sostener una transformación
hacia otros modelos, más libres, más justos, más apegados al paradigma emergente
de la Red. Como se ha escrito, "la inversión pública masiva en estudios de
grabación, mediatecas y gabinetes de edición públicos que utilicen
intensivamente los recursos contemporáneos -crowdsourcing, P2P, licencias
víricas- podría hacer cambiar de posición a agentes sociales hasta ahora
refractarios o poco sensibles a los movimientos de conocimiento libre"(2).
Pero mientras yo hablaba en este sentido tenía todo el rato la sensación de
arar en el mar. Ojalá me equivoque, porque si no la cosa pinta mal: será la
guerra de todos contra todos.
Ya acabo. Durante
toda la reunión, no pude sacarme de la cabeza las imágenes de la película El
hundimiento: encerrados en un búnker, sin ver ni querer ver el afuera,
delirando planes inaplicables para ganar la guerra, atados unos a otros por
fidelidades torpes, muertos de miedo porque el fin se acerca, viendo enemigos y
traidores por todos lados, sin atreverse a cuestionar las ideas que les
arrastran al abismo, temerosos de los bárbaros que están a punto de llegar...(3)
¡Pero es que el
búnker ni siquiera existe! Los "bárbaros" ya están dentro. Me
gustaría saber cuántos de los invitados a la cena dejaron encendidos sus
ordenadores en casa descargándose alguna película. A mi lado alguien me dijo:
"tengo una hija de dieciséis años que se lo baja todo". Y me confesó
que no le acababa de convencer el imaginario que circulaba por allí sobre la
gente joven. Ese tipo de cosas constituyen para mí la esperanza, la posibilidad
de razonar desde otro sitio que no sea sólo el del miedo y los estereotipos
denigratorios. Propongo que cada uno de los asistentes a la próxima cena hable
un rato sobre el tema con sus hijos antes de salir de casa. O mejor: que se
invite a la cena tanto a los padres como a los hijos. Sería quizá una manera de
sacar a los discursos de su búnker, porque entonces se verían obligados a
asumir algunas preguntas incómodas: ¿es mi hijo un pobre cretino y un
descerebrado? ¿Sólo quiero para él que sienta miedo cuando enciende el
ordenador? ¿No tiene nada que enseñarme sobre el futuro? El búnker ya no
protege de nada, pero impide que uno escuche y entienda algo.
NOTAS
1. Alguien en la
cena reveló que había descubierto recientemente que en "el lado
oscuro" también había preocupación por el tema de la remuneración de los
autores/trabajadores/creadores. ¡Aleluya! A pesar de esto, durante toda la
reunión se siguió argumentando como si este conflicto opusiera a los
trabajadores de la cultura y a una masa de consumidores irresponsables que lo
quieren "todo gratis".
2. "Ciberfetichismo
y cooperación", por Igor Sádaba y César Rendueles
3. Por supuesto, el
búnker es la vieja industria. El "nuevo capitalismo" (Skype, Youtube,
Google) entiende muy bien que el meollo de la cosa está hoy en que la gente
interactúe y comparta, y en aprovecharse de ello sin devolver más que
precariedad.
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