viernes, 14 de diciembre de 2012

Pensamientos intempestivos al acabar de sonar el tambor - Miguel Amorós (2011)



 

Cuando los excesos de la dominación generan protestas cuya realidad queda certificada por los medios se produce una ilusión de conciencia, un despertar aparente que parece anunciar la reaparición de la cuestión social y el retorno del sujeto destinado a protagonizar un nuevo cambio histórico. Sin embargo, al comprobar el carácter trivial y frívolo de las reivindicaciones centrales y al oír las repeticiones chabacanas de las ideologías progresistas, se nos disipan las dudas respecto a lo que realmente ha vuelto a través de la protesta consentida, que no es otra cosa que el cadáver del sujeto. La cuestión social continúa sin plantearse en profundidad, mientras que todos los muertos guardados en los armarios de las ideologías salen de paseo. A pesar del contenido de verdad que tenga, una protesta que flote en aguas estancadas junto a los restos podridos de otras seudoalgaradas anteriores no es el lugar más propicio para la reformulación de un proyecto de cambio real. Aunque se dote de mecanismos horizontales de toma de decisiones, aunque se constituya en asamblea, quienes toman la palabra en ella son en su mayoría impostores o aprendices de impostores. La razón se siente impotente ante la avalancha de lugares comunes extraídos del vertedero de la Historia, constatándose que la dominación capitalista –el sistema—no ha retrocedido un ápice, y que más bien, manipulando a sus víctimas, ha creado una falsa oposición civil con la que disipar los fuegos de la rebelión. No podía ser de otro modo. La clase obrera fue derrotada irremisiblemente hace treinta años y en su lugar no quedaron más que despojos que el sindicalismo minoritario no consigue ni conseguirá jamás revivir, coexistiendo con un gueto juvenil de militantes y refractarios, reducido y parcialmente empantanado. Nada con lo que reemprender lo que Hegel llamaba “el rudo trabajo de la inteligencia” con la que ilustrar a las nuevas generaciones, que, cuando hayan de echar mano al concepto, se darán de bruces con el tópico.

En todas las nuevas protestas espectaculares dos rasgos comunes están siempre presentes: primero, una gran cantidad de amigos sospechosos, que desde los medios oficiales ponderan, reargumentan y justifican la protesta propiamente descafeinada, de la que podan con firmeza sus brotes radicales. Segundo, una voluntad obsesiva de no buscarse enemigos, ni en las fuerzas del orden, ni en los partidos, ni en el Estado, ni en la mismísima economía, puesto que todas las propuestas de máximos o de mínimos, por extrañas que suenen, caben dentro del sistema (otra cosa es que el sistema decida incorporarlas). De ahí el pacifismo enfermizo, su reverso lúdico-festivo, la ambigüedad ante las elecciones y la preferencia por medidas que impliquen más poder estatal o mayor desarrollo económico (más capitalismo), rasgos que determinan una ideología específica, el ciudadanismo, reflejo exacto de una manera de pensar en vacío que arraiga sin problemas en el terreno abonado de la contestación baladí. Al menos una cosa ha de quedar clara: la protesta ciudadanista no cuestiona el sistema, no persigue subvertir el orden establecido, ni quiere poner otro en su lugar. Lo que quiere es participar, así que no postula un modo de vivir (y de producir) radicalmente opuesto al modo vigente. Su programa, en caso de confeccionarse, no iría más allá de reformas destinadas a abrir vías a la colaboración institucionalizada y a repartir las consecuencias de la crisis económica con la clase dominante de forma más equilibrada. Es una simple llamada de civismo a la dominación. Nada de cambiar la condición de asalariado, votante, automovilista e hipotecado, sino preservarla –si eso es posible- con empleo estable, reformas electorales y salario suficiente. La condición proletaria subsiste, pero disimulada bajo una supuesta condición ciudadana. El combate por su abolición ya no es una disputa encarnizada entre clases por el control y gestión del espacio social como sucedía en tiempos pasados, sino el ejercicio tranquilo de un derecho político en el marco de un Estado asequible y neutral.


¿Existe realmente la “ciudadanía”? ¿es una nueva clase? Son preguntas que para responderse deberíamos tener presente una verdad incuestionable: que ni el proletariado industrial residual ni su heredero contemporáneo la masa asalariada son intrínsecamente revolucionarios, ni objetiva ni subjetivamente. La principal fuerza productiva es el conocimiento, no el trabajo manual; por otra parte, en el lado del sujeto, las luchas simplemente reivindicativas no destruyen al capitalismo, sino que lo modernizan gracias a la burocracia laboral que han generado. El aparato sindical y político disuelve la conciencia de clase y facilita la integración y la sumisión. Además, el crecimiento de la producción es fundamentalmente destructivo, por lo que el trabajador no puede inhibirse de las consecuencias de su propio trabajo y mucho menos desear autogestionarlo. La clase obrera ha concluido su rol histórico, ligado a una etapa de desarrollo capitalista ya finiquitada, y sus sucedáneos actuales no pueden tener otro sin condenar la función que desempeñan en el sistema y afirmar la necesidad de segregarse, pero sin conciencia y sin moral eso no es posible. El fin del proletariado como clase deja el terreno de la lucha social abandonado, sin sujeto, a merced de las clases intermedias que el propio sistema fragmenta, dispersa y excluye igual que hace con las clases laboriosas, en cuyo seno no florece de nuevo la vieja teoría revolucionaria del proletariado, sino la moderna ideología ciudadanista, esgrimida como arma antirradical y herramienta de cooptación por cuantos partidillos, grupúsculos, redes y candidaturas pululan en las protestas de la posmodernidad, infiltrándolas, banalizándolas y corrompiéndolas. Igual que pasó cuando había lucha de clases, el izquierdismo contribuye a la modernización sindical y política del capitalismo, sólo que entonces lo hacía en nombre del proletariado y hoy lo hace en el de una entelequia, la “ciudadanía”. El recurso a la ciudadanía, es decir, a todos los habitantes sometidos al Estado, es puramente retórico, como antaño el recurso al “pueblo.” La ciudadanía no existe, es un ente irreal que habita en la mentalidad progresista y sirve de sujeto postizo, de referente para todo. No obstante su inexistencia, se la encuentra en cualquier parte: del discurso del poder ha pasado al lenguaje militante de calle. Resulta de gran utilidad a quienes, como los izquierdistas, tratan de hacerse visibles e influyentes con las protestas generacionales infectándolas de ideología populista, de sectarismo manipulador y de sufrido obrerismo, a fin de que los radicales en formación presentes hagan como ellos o se asqueen y aparten. No lo suele conseguir a la primera, por lo que el mismo sistema le proporciona impulso a través de sus ingentes medios virtuales, realizando oscuras convocatorias y desencadenando procesos autocontenidos, que, proporcionando a los participantes unos días o unas semanas de gloria tolerada en la plaza, les provoquen la sensación de ser por un tiempo los amos del cotarro, como en Tahrir o en la Sorbona del 68. la operación puede escapársele de las manos, pero qué puede temer el sistema de las conductas derivadas de “la educación para la ciudadanía” promocionada en las protestas, que como una nueva moda se propagan entre la juventud de clase media que las constituye. ¿Cómo sobrecogerse por el hedonismo botellonero, la fanática no violencia, la animosa gestualidad, el consenso mutilador, la alegre cacerolada, la comunicación por Twitter..?. Dichos comportamientos son presentados como innovadoras prácticas de la libertad, por más que ese tipo de libertad abunde en las sociedades de esclavos y sirva de poco en los asaltos a los palacios de invierno. Pero ¿quién quiere, y, peor aún, quién puede asaltar hoy un centro de poder? Lo único que piden las protestas es diálogo y participación.

Estamos inmersos en un proceso duro de adaptación a la crisis llevado a cabo por el Estado según las directrices que marcan “los mercados”, un ajuste violento que deja víctimas por doquier: los trabajadores, los pensionistas, los funcionarios, los empleados públicos, los inmigrantes y ... la juventud desclasada. Si la mayoría apenas tiene presente, con certeza los jóvenes –casi la mitad en el paro- tienen el futuro hipotecado, por eso protestan, pero no contra el sistema que les ha marginado, sino contra quienes consideran responsables, los políticos que gobiernan, los sindicalistas que callan y los banqueros que especulan. Las protestas marcan el inicio de una época confusa donde un tercio de la sociedad civil va a movilizarse de una u otra forma al margen de las instituciones, aunque no en su contra. No se siente bien representada en una democracia que “no lo es”, puesto que su gente no participa, por eso quiere reformarla. No quiere destruir el poder separado, sino separar los poderes constituidos. Para la clase media precarizada que se apropia del concepto burgués de democracia, Montesquieu no ha muerto, pero convendría recordar que Franco tampoco, que la democracia que “tanto costó conseguir” y que ella reivindica proviene de la reconversión pactada del aparato político-represivo de la dictadura, consolidada desde las cañerías y cloacas del Estado.

Las protestas transcurren en un medio considerado casi natural por quienes participan en ellas: el medio urbano. Sin embargo, se trata de un espacio creado y organizado por el capital, el más indicado para conformar y desarrollar su mundo. Las metrópolis y conurbaciones son los elementos fundamentales del espacio de la mercancía, un escenario neutralizado y monitorizado que funciona como fábrica, en donde la comunicación directa, y por lo tanto, la conciencia y la rebeldía, son casi imposibles. Cualquier revuelta verdadera ha de luchar por liberar el espacio de los signos del poder y abrirlo al encuentro en pro de la descolonización de la vida cotidiana; ha de ser una revuelta contra la sociedad urbana. La cuestión social es esencialmente cuestión urbana, por lo que el rechazo del capitalismo implica el de la conurbación, su recipiente idóneo. El punto de inflexión en el adiestramiento consumista y político puede producirse en esos dormitorios monitorizados llamados barrios, si las asambleas que consigan formarse durante las crisis devienen contrainstituciones desde donde pueda criticarse el modelo urbano metropolitano y confeccionarse un modelo alternativo en armonía con el territorio. En las asambleas de barrio representativas puede emerger un sujeto autónomo, una nueva clase que se resista a la problemática ciudadanista que llega de las plazas planteando y desplegando la cuestión urbana (autonomía del barrio, problemas logísticos, contacto real con el campo, ocupación de espacios públicos, recuperación del saber artesano, anticonsumo, lucha contra planes urbanísticos e infraestructuras, etc.). Nada de eso se colige de las protestas, que parecen encontrarse a gusto respirando el aire contaminado del ambiente urbanita, una porción del cual han convertido en ágora ciudadana, lugar en el que tienen carta blanca las vacuidades ciudadanistas. Sucede así porque la mentalidad de la clase media manda en la movilización y sus representantes llevan la iniciativa. Por eso la crisis social no se manifiesta sino como crisis política, crisis del sistema político, momento político de las recetas ciudadanistas.

El ciudadanismo es la ideología mejor adaptada a las conurbaciones, puesto que realmente no necesita de un espacio público para reproducirse, sino de algo que se le asemeje, una especie de espacio formal y simbólico en el que representar un debate aparente. Para que uno real pueda darse ha de existir un público real, una comunidad de lucha, pero una comunidad de ese estilo –un sujeto colectivo- es todo lo contrario de una asamblea ciudadana, agregado volátil de individualidades mutiladas que imita los gestos de la discusión directa sin concluir por lo tanto en la dirección requerida, pues cuidadosamente evita el riesgo rehuyendo el combate. Sus batallas son puro ruido y su heroicidad, nada más que pose. Una comunidad de lucha –una fuerza social histórica- solamente puede formarse a partir de una voluntad consciente de separación, de un esfuerzo desertor hijo de la oposición total al sistema capitalista, o lo que es lo mismo, del cuestionamiento profundo del modo de vida industrial, o sea, de la ruptura con sociedad urbana. Paro juvenil o recorte presupuestario, el punto de partida es lo de menos pues si los ánimos se caldean todos conducen al mismo sitio; lo principal reside en el logro de autonomía suficiente para desviarse de los cauces establecidos yendo al fondo de la cuestión –la libertad- sin mediadores “responsables” ni tutores vigilantes. Y eso no se consigue más que marcando distancias claras con el bando de la dominación y disponiéndose a una larga y ardua lucha contra ella.

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