“Aunque por tu
modestia no lo creas,
las flores en tu
sien parecen feas.”
Ramón de Campoamor
La
constatación de la crisis presente como resultado de la etapa final del sistema
capitalista, la globalización, ha originado una reacción contra las grandes
corporaciones y las altas finanzas que se está materializando en dos clases de
respuesta, una política y otra económica. La primera trata de sustraer al
Estado de las influencias del mercado mundial, por una serie de medidas que le
devuelvan su autonomía y le faciliten el control de los movimientos
financieros. Al mismo tiempo, mediante una reforma del parlamentarismo, trata
de fortalecer el sistema de partidos. Esto se resume en el “ciudadanismo.” La
segunda, intenta fundar un sistema alternativo cohabitando con el capitalismo,
basado en la expansión de lo que los americanos llaman “tercer sector” y los
europeos, “economía social.” La vuelta pues al Estado-nación revitalizado y la
promoción de una economía informal y solidaria sumergida en la sociedad
mercantilizada.
La
crítica del actual momento capitalista ha dado lugar a diferentes teorías, una
de las cuales es la del “decrecimiento.” En conjunto ya forman una subcultura,
puesto que el avance de la crisis ha conformado un amplio gueto. Todas ellas
recogen fragmentos críticos anteriores que flotan dispersos a falta de que un
movimiento generalizado de protesta social los unifique, y que alimentan de
forma diversa y contradictoria el “imaginario” de los contestatarios. En
general, parten de los límites del proceso de acumulación ampliada (el
“crecimiento”) y de su repercusión en el entorno, ya señalados en los años
sesenta del siglo pasado por economistas críticos y por los primeros
ecologistas. Después, van incorporando elementos basados en el funcionamiento
económico de las sociedades indígenas redescubiertas por la antropología en la
década anterior, o en la autoorganización de las barriadas periféricas de las
metrópolis africanas, o en la crítica de las nuevas tecnologías, o en algunos
postulados libertarios, etc. De todas las teorías, la del decrecimiento sería
la que más asume las conclusiones que se imponen, es decir, la que no retrocede
ante el cuestionamiento del “desarrollo” y del “progreso” persiguiendo “otro”
desarrollo y “otro” progreso, bien se llame social, local o sostenible. Al
contrario de lo que su denominación parece indicar, una sociedad del
decrecimiento no significa para la mayoría de los autores una sociedad en
recesión o con crecimiento negativo, sino una que no necesita crecer o
desarrollarse para funcionar, una sociedad en la que el crecimiento o
desarrollo no sea condición necesaria de existencia, una sociedad de “objetores
del crecimiento”. En resumidas cuentas, una sociedad no capitalista.
Hasta
ahí no tendríamos nada que objetar. El problema aparece cuando la teoría trata
de descender del susodicho imaginario a la práctica cotidiana. Como sus
seguidores provienen de muy diversos sectores los métodos aplicados
naturalmente divergen, pero todos oscilan entre la acción política ciudadanista
y la construcción de un modelo económico “justo” y por supuesto “sostenible”,
hecho “a la medida de las personas y los ecosistemas.” Revolución y lucha de
clases están excluidos del vocabulario decrecentista “reconceptualizado.” Nada
de huelgas, ocupaciones, sabotajes, autodefensa, boicots y demás formas
clásicas de resistencia. Todos los decrecentistas desean una “transición”
tranquila y “serena” hacia la sociedad “convivencial”, “de la ley a la ley”
como dirían los autores de la reforma democrática del franquismo, o mejor, de
una fórmula a otra, a través de progresivas disposiciones administrativas. El
cambio hacia el “posdesarrollo” sería pues evolutivo, no traumático, en
absoluto rupturista. Por una acción combinada entre las instituciones
democratizadas y la “ciudadanía” organizada en redes de producción y consumo,
se establecerían normas de frugalidad y simplicidad para que todo el mundo
viviera mejor con menos, practicando voluntariamente las inspiradas “ocho
erres”: reevaluar, reconceptualizar, reestructurar, relocalizar, redistribuir,
reducir, reutilizar y reciclar. Gracias a la democracia participativa, a la
renta básica, al microcrédito, al cooperativismo y a la agroecología, la salida
del capitalismo quedaría garantizada sin necesidad de conflictos ni revueltas,
sin recurrir ni a la expropiación de los medios de producción y distribución,
ni a la socialización del transporte, la cultura y la sanidad, ni desde luego
con la abolición del dinero, el trabajo asalariado y el mercado. Al fin y al
cabo, según palabras de su principal teórico, Serge Latouche, el decrecimiento
es “un movimiento político de izquierdas” apoyado en un “programa reformista de
transición”, y como tal se inscribe dentro de los parámetros de la acción
política convencional, que en el caso no va más allá de “imprimir un cambio de
dirección a los Estados.” Mediante manifestaciones periódicas, múltiples
caceroladas y el ejercicio del voto, los gobiernos incorporarán en sus agendas
temas relativos a los derechos humanos, al medio ambiente y a la distribución
de riqueza; entonces, el crecimiento se detendrá, la desglobalización se hará
realidad y con ella, la “deconstrucción del poder transnacional.”
En
cuanto a la alternativa económica, antes de preguntarnos si las alternativas al
capitalismo dentro del capitalismo son posibles, y por lo tanto, si es
factible un modelo de transición envuelto por la sociedad industrial de masas,
convendría hacer unas cuantas precisiones respecto a la economía social. Aunque
se le busquen nobles precedentes en el siglo XIX, lo cierto es que se trata de
un fenómeno reciente. La quiebra del modelo fordista entre los setenta y
ochenta, debido al paro estructural que provocaron las innovaciones
tecnológicas y las reconversiones en los procesos productivos y en los
servicios, dejó todo un espacio a las cooperativas, sociedades laborales y
fundaciones que el mercado no podía llenar, por no ser rentable, ni tampoco el
Estado, por resultarle caro. Ese tercer sector, ni privado ni público, objeto
de legislación en tanto que “régimen especial de propiedad y reparto de las
ganancias”, no pretendía ser una alternativa de nada, sino un complemento de lo
existente. Su necesidad era innegable; gestionaba de forma colectiva la
exclusión, el “ejército de reserva” de la fuerza de trabajo inútil, y generaba
nuevos empleos. La idea de la renta básica o “salario social”, lejos de
provenir de la subversión, pertenece a los economistas neoliberales, quienes
veían en ella la recuperación para el consumo de la masa expulsada del mercado
y proponían financiarla con la liquidación de la asistencia pública. Conforme
el peso de la economía social crecía, hubo asesores de gobernantes que la
imaginaron un arma contra el “paro tecnológico”, pues podía convertirse en un
formidable mecanismo de contención de la exclusión, con tal de que el Estado
fuera trasfiriendo mediante tasas parte de los beneficios de las empresas
privadas. Más que una salida del capitalismo, era una vía de reingreso. Sin
embargo, en los noventa, conforme avanzaba la globalización, la relación de la
economía social con las contracciones del mercado laboral se fue tensando,
asumiendo algunos de sus impulsores medidas antimercado y un compromiso en la
defensa del territorio. Solamente entonces ha podido considerarse como práctica
de disidencia y experiencia de autogestión.
La
mayoría de grupos cooperativos, sean o no partidarios del decrecimiento, no
desdeñan la comercialización, reproduciendo métodos mercantiles que los
criterios éticos y medioambientales no terminan de justificar. Unos se
financian con donaciones y subvenciones y se sirven del dinero para comprar
propiedades, contratar a operarios y pagar salarios. Pero, en cambio, otros
practican el trueque y el reciclaje, se turnan en las tareas, recurren a
monedas sociales y diversifican su actividad a fin de lograr una cierta
autosuficiencia, lo que no les libra de las contradicciones que causan el
desigual grado de implicación de sus miembros o las dificultades de tipo
económico y organizativo, bien se relacionen con el acceso a la tierra, bien
con la administración, o bien con el establecimiento de redes de distribución
¿es correcto hablar pues de transición hacia la sociedad autogestionaria como
hacen por ejemplo los cooperativistas “integrales” catalanes?
De
nuevo habrá que reconsiderar la cuestión, recordando que se trata de prácticas
muy minoritarias, a menudo precarias e inestables, circunscritas casi siempre
al medio rural, cuyo alcance es mínimo, y que nunca rebasan los niveles de mera
supervivencia alimentaria. Son fórmulas de cohabitación; funcionan porque
existen al lado de un omnipresente sistema, con su oferta de empleo y de crédito,
su ocio y su cultura, su aparato sanitario y su basura reciclable, con el que
más o menos interactúan. No pueden ser soluciones inmediatas para la mayoría de
la población, atrapada en el espacio urbano. A las autoridades administrativas
no les resultan molestas si se limitan a “refundar la democracia” o a repartir
la “cesta” y no incitan al sabotaje antidesarrollista; a las autoridades
económicas, mucho menos, pues no compiten con ellas y son además fuentes de
inspiración: las empresas también hacen intercambios directos sin dinero y
todos los hipermercados tienen su sección de productos agroecológicos
adecuadamente labelizados. Tienen un alto valor de ejemplo de segregación
voluntaria del capitalismo, porque cuestionan sus valores y reglas; son laboratorios
pedagógicos, escuelas de autogestión. Pero no son alternativas anticapitalistas
ni en sus formas más radicales; son a lo sumo islotes inofensivos y por eso
mismo, enclaves tolerados. Es preciso dejar claro que no se puede abandonar el
capitalismo sin abolirlo en todas partes, lo que afecta tanto a las formaciones
económicas, los mercados, como a las políticas, los Estados. No se puede
ruralizar la sociedad sin desurbanizarla previamente, ni desmercantilizarla sin
eliminar las relaciones de mercado en todo el espacio social, pero eso no puede
empezar a realizarse más que partiendo de una serie de actos de soberanía
popular, y una sociedad civil soberana no logrará constituirse sin abolir
previamente el Estado. Cabría preguntarse ¿Cómo se forma ese pueblo soberano,
reforzando las instituciones o liquidándolas? Para fundar una colectividad
basta con unos pocos, pero para construir una sociedad equilibrada con el
entorno hacen falta grandes contingentes, incapaces de formarse de otro modo
que en las luchas por sobrevivir en las condiciones extremas impuestas por un
régimen en quiebra. A lo largo de sa lucha las instituciones caen hechas
pedazos. La economía social como mucho puede desempeñar un papel logístico, de
retaguardia, pero la sociedad libre y autogestionada será el resultado de un
combate social violento, no de un experimento convivencial más o menos
repetido.
La
lucha intensa entre dos bandos enfrentados cambiará la mentalidad de la parte
oprimida y no al contrario: la descolonización del “imaginario”, o por decirlo
claramente, la conciencia de clase, no será fruto de una preparación serena en
círculos pacíficos de iniciados sino de incontables turbulencias. El retorno de
la lucha de clases, eminentemente nueva, puesto que los contendientes, los escenarios
y las armas no son los mismos que en la época de los pactos sociales, dará con
la alternativa. Los objetivos a corto plazo habrían de apuntar al despiece del
sistema productivo y consumista, sin olvidarse de su cobertura política,
jurídica y represiva, pero de nuevo hay que aclarar que ha de ser una magna
obra colectiva a realizar por un enjambre mayoritario de marginados sociales,
o, dicho de otro modo, de objetores del capital y la partitocracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario