jueves, 13 de diciembre de 2012

El decrecimiento revisitado - Miguel Amorós (2012)



Aunque por tu modestia no lo creas,
las flores en tu sien parecen feas.”
Ramón de Campoamor

La constatación de la crisis presente como resultado de la etapa final del sistema capitalista, la globalización, ha originado una reacción contra las grandes corporaciones y las altas finanzas que se está materializando en dos clases de respuesta, una política y otra económica. La primera trata de sustraer al Estado de las influencias del mercado mundial, por una serie de medidas que le devuelvan su autonomía y le faciliten el control de los movimientos financieros. Al mismo tiempo, mediante una reforma del parlamentarismo, trata de fortalecer el sistema de partidos. Esto se resume en el “ciudadanismo.” La segunda, intenta fundar un sistema alternativo cohabitando con el capitalismo, basado en la expansión de lo que los americanos llaman “tercer sector” y los europeos, “economía social.” La vuelta pues al Estado-nación revitalizado y la promoción de una economía informal y solidaria sumergida en la sociedad mercantilizada. 

La crítica del actual momento capitalista ha dado lugar a diferentes teorías, una de las cuales es la del “decrecimiento.” En conjunto ya forman una subcultura, puesto que el avance de la crisis ha conformado un amplio gueto. Todas ellas recogen fragmentos críticos anteriores que flotan dispersos a falta de que un movimiento generalizado de protesta social los unifique, y que alimentan de forma diversa y contradictoria el “imaginario” de los contestatarios. En general, parten de los límites del proceso de acumulación ampliada (el “crecimiento”) y de su repercusión en el entorno, ya señalados en los años sesenta del siglo pasado por economistas críticos y por los primeros ecologistas. Después, van incorporando elementos basados en el funcionamiento económico de las sociedades indígenas redescubiertas por la antropología en la década anterior, o en la autoorganización de las barriadas periféricas de las metrópolis africanas, o en la crítica de las nuevas tecnologías, o en algunos postulados libertarios, etc. De todas las teorías, la del decrecimiento sería la que más asume las conclusiones que se imponen, es decir, la que no retrocede ante el cuestionamiento del “desarrollo” y del “progreso” persiguiendo “otro” desarrollo y “otro” progreso, bien se llame social, local o sostenible. Al contrario de lo que su denominación parece indicar, una sociedad del decrecimiento no significa para la mayoría de los autores una sociedad en recesión o con crecimiento negativo, sino una que no necesita crecer o desarrollarse para funcionar, una sociedad en la que el crecimiento o desarrollo no sea condición necesaria de existencia, una sociedad de “objetores del crecimiento”. En resumidas cuentas, una sociedad no capitalista.


Hasta ahí no tendríamos nada que objetar. El problema aparece cuando la teoría trata de descender del susodicho imaginario a la práctica cotidiana. Como sus seguidores provienen de muy diversos sectores los métodos aplicados naturalmente divergen, pero todos oscilan entre la acción política ciudadanista y la construcción de un modelo económico “justo” y por supuesto “sostenible”, hecho “a la medida de las personas y los ecosistemas.” Revolución y lucha de clases están excluidos del vocabulario decrecentista “reconceptualizado.” Nada de huelgas, ocupaciones, sabotajes, autodefensa, boicots y demás formas clásicas de resistencia. Todos los decrecentistas desean una “transición” tranquila y “serena” hacia la sociedad “convivencial”, “de la ley a la ley” como dirían los autores de la reforma democrática del franquismo, o mejor, de una fórmula a otra, a través de progresivas disposiciones administrativas. El cambio hacia el “posdesarrollo” sería pues evolutivo, no traumático, en absoluto rupturista. Por una acción combinada entre las instituciones democratizadas y la “ciudadanía” organizada en redes de producción y consumo, se establecerían normas de frugalidad y simplicidad para que todo el mundo viviera mejor con menos, practicando voluntariamente las inspiradas “ocho erres”: reevaluar, reconceptualizar, reestructurar, relocalizar, redistribuir, reducir, reutilizar y reciclar. Gracias a la democracia participativa, a la renta básica, al microcrédito, al cooperativismo y a la agroecología, la salida del capitalismo quedaría garantizada sin necesidad de conflictos ni revueltas, sin recurrir ni a la expropiación de los medios de producción y distribución, ni a la socialización del transporte, la cultura y la sanidad, ni desde luego con la abolición del dinero, el trabajo asalariado y el mercado. Al fin y al cabo, según palabras de su principal teórico, Serge Latouche, el decrecimiento es “un movimiento político de izquierdas” apoyado en un “programa reformista de transición”, y como tal se inscribe dentro de los parámetros de la acción política convencional, que en el caso no va más allá de “imprimir un cambio de dirección a los Estados.” Mediante manifestaciones periódicas, múltiples caceroladas y el ejercicio del voto, los gobiernos incorporarán en sus agendas temas relativos a los derechos humanos, al medio ambiente y a la distribución de riqueza; entonces, el crecimiento se detendrá, la desglobalización se hará realidad y con ella, la “deconstrucción del poder transnacional.”

En cuanto a la alternativa económica, antes de preguntarnos si las alternativas al capitalismo dentro del capitalismo son posibles, y por lo tanto, si es factible un modelo de transición envuelto por la sociedad industrial de masas, convendría hacer unas cuantas precisiones respecto a la economía social. Aunque se le busquen nobles precedentes en el siglo XIX, lo cierto es que se trata de un fenómeno reciente. La quiebra del modelo fordista entre los setenta y ochenta, debido al paro estructural que provocaron las innovaciones tecnológicas y las reconversiones en los procesos productivos y en los servicios, dejó todo un espacio a las cooperativas, sociedades laborales y fundaciones que el mercado no podía llenar, por no ser rentable, ni tampoco el Estado, por resultarle caro. Ese tercer sector, ni privado ni público, objeto de legislación en tanto que “régimen especial de propiedad y reparto de las ganancias”, no pretendía ser una alternativa de nada, sino un complemento de lo existente. Su necesidad era innegable; gestionaba de forma colectiva la exclusión, el “ejército de reserva” de la fuerza de trabajo inútil, y generaba nuevos empleos. La idea de la renta básica o “salario social”, lejos de provenir de la subversión, pertenece a los economistas neoliberales, quienes veían en ella la recuperación para el consumo de la masa expulsada del mercado y proponían financiarla con la liquidación de la asistencia pública. Conforme el peso de la economía social crecía, hubo asesores de gobernantes que la imaginaron un arma contra el “paro tecnológico”, pues podía convertirse en un formidable mecanismo de contención de la exclusión, con tal de que el Estado fuera trasfiriendo mediante tasas parte de los beneficios de las empresas privadas. Más que una salida del capitalismo, era una vía de reingreso. Sin embargo, en los noventa, conforme avanzaba la globalización, la relación de la economía social con las contracciones del mercado laboral se fue tensando, asumiendo algunos de sus impulsores medidas antimercado y un compromiso en la defensa del territorio. Solamente entonces ha podido considerarse como práctica de disidencia y experiencia de autogestión.

La mayoría de grupos cooperativos, sean o no partidarios del decrecimiento, no desdeñan la comercialización, reproduciendo métodos mercantiles que los criterios éticos y medioambientales no terminan de justificar. Unos se financian con donaciones y subvenciones y se sirven del dinero para comprar propiedades, contratar a operarios y pagar salarios. Pero, en cambio, otros practican el trueque y el reciclaje, se turnan en las tareas, recurren a monedas sociales y diversifican su actividad a fin de lograr una cierta autosuficiencia, lo que no les libra de las contradicciones que causan el desigual grado de implicación de sus miembros o las dificultades de tipo económico y organizativo, bien se relacionen con el acceso a la tierra, bien con la administración, o bien con el establecimiento de redes de distribución ¿es correcto hablar pues de transición hacia la sociedad autogestionaria como hacen por ejemplo los cooperativistas “integrales” catalanes?

De nuevo habrá que reconsiderar la cuestión, recordando que se trata de prácticas muy minoritarias, a menudo precarias e inestables, circunscritas casi siempre al medio rural, cuyo alcance es mínimo, y que nunca rebasan los niveles de mera supervivencia alimentaria. Son fórmulas de cohabitación; funcionan porque existen al lado de un omnipresente sistema, con su oferta de empleo y de crédito, su ocio y su cultura, su aparato sanitario y su basura reciclable, con el que más o menos interactúan. No pueden ser soluciones inmediatas para la mayoría de la población, atrapada en el espacio urbano. A las autoridades administrativas no les resultan molestas si se limitan a “refundar la democracia” o a repartir la “cesta” y no incitan al sabotaje antidesarrollista; a las autoridades económicas, mucho menos, pues no compiten con ellas y son además fuentes de inspiración: las empresas también hacen intercambios directos sin dinero y todos los hipermercados tienen su sección de productos agroecológicos adecuadamente labelizados. Tienen un alto valor de ejemplo de segregación voluntaria del capitalismo, porque cuestionan sus valores y reglas; son laboratorios pedagógicos, escuelas de autogestión. Pero no son alternativas anticapitalistas ni en sus formas más radicales; son a lo sumo islotes inofensivos y por eso mismo, enclaves tolerados. Es preciso dejar claro que no se puede abandonar el capitalismo sin abolirlo en todas partes, lo que afecta tanto a las formaciones económicas, los mercados, como a las políticas, los Estados. No se puede ruralizar la sociedad sin desurbanizarla previamente, ni desmercantilizarla sin eliminar las relaciones de mercado en todo el espacio social, pero eso no puede empezar a realizarse más que partiendo de una serie de actos de soberanía popular, y una sociedad civil soberana no logrará constituirse sin abolir previamente el Estado. Cabría preguntarse ¿Cómo se forma ese pueblo soberano, reforzando las instituciones o liquidándolas? Para fundar una colectividad basta con unos pocos, pero para construir una sociedad equilibrada con el entorno hacen falta grandes contingentes, incapaces de formarse de otro modo que en las luchas por sobrevivir en las condiciones extremas impuestas por un régimen en quiebra. A lo largo de sa lucha las instituciones caen hechas pedazos. La economía social como mucho puede desempeñar un papel logístico, de retaguardia, pero la sociedad libre y autogestionada será el resultado de un combate social violento, no de un experimento convivencial más o menos repetido.

La lucha intensa entre dos bandos enfrentados cambiará la mentalidad de la parte oprimida y no al contrario: la descolonización del “imaginario”, o por decirlo claramente, la conciencia de clase, no será fruto de una preparación serena en círculos pacíficos de iniciados sino de incontables turbulencias. El retorno de la lucha de clases, eminentemente nueva, puesto que los contendientes, los escenarios y las armas no son los mismos que en la época de los pactos sociales, dará con la alternativa. Los objetivos a corto plazo habrían de apuntar al despiece del sistema productivo y consumista, sin olvidarse de su cobertura política, jurídica y represiva, pero de nuevo hay que aclarar que ha de ser una magna obra colectiva a realizar por un enjambre mayoritario de marginados sociales, o, dicho de otro modo, de objetores del capital y la partitocracia.


Jornadas anticapitalistas de Castellón, 31 de mayo de 2012.

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