Las victorias sobre los bárbaros reclaman
himnos, las victorias sobre los griegos, lamentos.
(Gorgias)
(Gorgias)
¿Las huelgas generales que han sucedido desde aquel socorrido 14-D en
España y en toda Europa hasta el diciembre francés del 95, forman parte
de una revuelta contra la mundialización o son la prueba palmaria de la
evaporación -virtualización diríamos ahora- de la lucha de clases?
Antes de responder a la pregunta señalaríamos un hecho que nos llama la
atención: la total normalidad del día siguiente. Pareció con las huelgas
como con las meigas, que ya no se las ve por ningún sitio pero, de
haberlas habido, húbolas.
Ni discusiones, ni nuevos procesos organizativos, ni luchas que las
prolonguen, que muestren una progresión en la conciencia de sus
protagonistas. Por eso, nos inclinamos a pensar que no son verdaderas
huelgas, o bien que han acabado no siéndolo, que ya no ocurren huelgas
auténticas, de las de antes. La pregunta es otra: ¿Cómo pueden existir
huelgas obreras en la actualidad si la clase obrera no existe, si los
obreros no existen en tanto que clase social específica? Quienes tratan
de explicar el presente con conceptos solamente aplicables a la realidad
anterior militan por la confusión y benefician al mantenimiento del
orden. Alguien se acordará de los modos espontáneos y autónomos de los
movimientos de base, de algún radicalismo, de alguna asamblea… pero todo
ello carece de importancia, permanece en el terreno laboral, en el coto
de los sindicatos, necesariamente se autolimita y entra en competencia
desigual con ellos hasta degenerar en otro sindicato más o desaparecer.
La ilusión de un movimiento obrero de verdad, al margen de las centrales
sindicales, ya sólo son capaces de crearla las propias centrales, en
tanto que maniobra de diversión específica y nada infrecuente. Hoy en
día, la condición de asalariado es general y, en ese sentido, casi todo
el mundo es obrero, explotado, dirigido, desposeído o contaminado, pero
eso no significa que forme parte de un sujeto histórico o de una clase,
que tenga una predisposición particular a la revolución, una misión
histórica determinada o un destino. Sólo es uno de esos que «puede
votar, pero no elegir», al decir de J. Estefanía (alto ejecutivo de El
País). Queda, eso sí, una clase residual, ligada a la antigua producción
industrial, es decir, al periodo capitalista precedente, en franco
proceso de jubilación. Esa que todavía nos enseñan en los patéticos
desfiles del Primero de Mayo cantando La Internacional. En fin, una
antigualla de antes de la mundialización.
«Nada es tan sintomático de la decadencia del movimiento obrero como
que el propio obrero no tome nota de ella» (Adorno). Cuando hablamos de
proletariado nos referimos a esa masa heteróclita de gentes -obreros,
funcionarios, empleados, clases medias en declive, cuadros, jubilados,
parados, asistidos, jóvenes, etc.- donde se yuxtaponen intereses
materiales divergentes y cuyo único nexo común es el de depender de un
salario o un subsidio. El desarrollo del capitalismo ha alterado tanto
la estructura social proletaria que la masa asalariada ha dejado de ser
un agente de la transformación histórica. En efecto, tal aglomerado
social no puede ser la negación del capitalismo. Se halla en la misma
situación del campesinado que Marx describe en El 18 Brumario: son una
masa enorme de población cuyos miembros viven prácticamente de la misma
forma, pero sin estar unidos mediante el establecimiento de múltiples
interrelaciones. Su trabajo y el espectáculo moderno les aíslan entre
sí, en lugar de conducirles hacia relaciones recíprocas. La explotación
actual del trabajo no permite ninguna variedad de talentos, ninguna
riqueza de relaciones sociales. Viven en condiciones materiales que
separan a los unos de los otros, y si nos atenemos al género de vida, en
ese sentido son una clase. Pero no lo son en la medida que no existe
entre ellos ningún lazo social, en la medida que la proximidad de sus
intereses no crea entre ellos ninguna comunidad, ni menos una
organización específica. Así no pueden defender sus supuestos intereses
de clase, no pueden representarse a sí mismos y han de ser representados
por una clase burocrática exterior. De ella salen sus jefes, de quienes
se supone que están obligados a proteger sus intereses y a decidir lo
que les conviene. La influencia política de los asalariados encuentra su
última expresión en la subordinación de la sociedad a los políticos, o
sea, al poder ejecutivo estatal, al Estado. La moderna condición
proletaria, por su propia naturaleza, sirve de base a la burocracia que
opera desde el Estado, al partido del Estado, y hace de los asalariados
un elemento conservador, un agente del orden. Sus remedos de lucha son
solamente asunto privado y no representan al interés general de la
acción. Son nada más que nulidad política y aburrimiento porque la clase
obrera ya no existe en oposición al sistema dominante, sino que forma
parte de él. La parte prescindible.
Según los manuales, la mundialización es «aquella etapa del
capitalismo en la cual las economías nacionales se integran de modo
progresivo en el marco de la economía internacional, de modo que su
evolución dependerá cada vez más de los mercados internacionales y menos
de las políticas económicas gubernamentales». De entrada fue precedida
de una reestructuración generalizada de la industria -la «reconversión»
de los ochenta- y acompañada de una automatización no menos general del
proceso productivo, con el resultado de la eliminación de una gran parte
de los puestos de trabajo y la expulsión de la mayoría de los
trabajadores hacia la periferia de la producción o directamente hacia el
paro. La mundialización no ha visto erigirse ante sí a un proletariado
internacional que se enfrenta al Capital en un terreno más amplio: en
todo el mundo. Cabe preguntarse cómo todo ello pudo imponerse con tan
poca oposición social y cómo pudo despertar tan pocos comentarios y
rumores. Habría que hablar de la degradación de la conciencia
consecuente a la incapacidad del proletariado en hacer su revolución,
del fracaso de sus asaltos contra la sociedad de clases y del buen hacer
de las clases dominantes, las cuales han sabido ir preparando las
condiciones laborales, es decir, empeorándolas, jugando con pequeños
privilegios políticos y sindicales sin levantar oposiciones
insuperables. De una forma u otra, el proletariado se está disolviendo
en una masa informe, sin derechos y malpagada, de subempleados,
temporeros y parados, simple servicio doméstico de la producción,
ejército de reserva del trabajo contra sí misma. Además, las máquinas,
diseñadas por expertos, escapan al control de los trabajadores, así que
los paros alteran cada vez menos una producción inservible e
inabordable; podemos decir que esto es el fin del proletariado, que el
proletariado ha muerto. Y ha nacido una clase de criados «cuya única
ocupación es servir sin objeto especial a la persona de su amo y poner
así de manifiesto la capacidad de éste de consumir improductivamente una
gran cantidad de servicios» (Thorstein Veblen). Los asalariados
actuales son incapaces, por su situación, de crear un movimiento
autónomo organizado, y los viejos obreros y funcionarios sólo se
implicarían en un movimiento corporativo. Pero, alguien dirá que ha
habido realmente huelgas generales. Pues no; se trataba simplemente de
demostraciones de la capacidad de control de los aparatos sindicales que
ocurrían porque el proceso de homogeneización laboral se hacía
unilateralmente y en él resultaban afectadas algunas de sus
prerrogativas.
El capital y el trabajo asalariado son sólo dos aspectos de la misma
relación social y uno crece en la medida que lo haga el otro. Pero el
aumento del trabajo no significa necesariamente aumento del número de
trabajadores. Gracias al desarrollo tecnológico autónomo, la demanda de
trabajo no se corresponde en absoluto con la demanda de obreros. «Para
el capital el trabajador no es condición alguna de la producción, sino
que sólo lo es el trabajo. Si puede cumplirlo por medio de máquinas o
simplemelnte por medio del agua o del aire tanto mejor» (Marx). La vieja
reivindicación revolucionaria de la abolición del trabajo se realiza
contra los trabajadores. La sociedad capitalista se fundaba en la
explotación del trabajo asalariado y trabajo que no hagan las máquinas
es lo que va desapareciendo de escena a marchas forzadas. Tanto que
desde el poder se habla de repartir el que queda. Desde los asesores de
Clinton al sector critico de CCOO, el tema consiste en reducir la
jornada, trabajar a tiempo parcial, inventar empleos que no se
necesitan, trabajar por periodos alternados, recurrir a la retribución
variable, etc. Medidas que tratan de disimular el hecho de que el futuro
supone la casi extinción del trabajo asalariado y eso, en las
condiciones existentes, significa la pauperización a corto plazo de la
mayoría de la humanidad. Toda una subclase urbana ha aparecido,
almacenada en guetos, compuesta por quienes no son aptos para integrarse
en el mercado, los excluidos, los marginados, los verdaderamente
pobres, rechazados y forzados a permanecer en la periferia de la
economía y en el centro de la abundancia. Son una masa de ensayo de
otros tipos de economía y de política destinados a rentabilizar la
miseria, puesto que la miseria ha venido para quedarse. Por primera vez
en la historia, los poderosos no necesitan de grandes masas obreras. Las
masas sobran. Son superfluas para el mercado. Por otro lado el trabajo
es el único valor de la sociedad moderna, que es una sociedad de
trabajadores. La sociedad desconoce otro tipo de actividades más
elevadas y significativas por cuya causa mereciera liberarse del trabajo
y no queda ya ningún grupo social portador de otros valores, a partir
del cual pudieran restaurarse las demás capacidades hu-manas.«Nos
enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin
trabajo, es decir, Sin la única actividad que les queda. Está claro que
nada podría ser peor» (Hannah Arendt).
El punto más débil del marxismo fue la identificación del desarrollo
de la economía con la revolución proletaria. Con la automatización de la
producción las fuerzas productivas principales son las máquinas; de
pronto, el proletariado se revela como clase innecesaria. Es cada vez
menos Capital. Las fuerzas productivas y el modo de producción dejan de
estar en conflicto. Todo lo que sale de la fábrica no es producto del
trabajo colectivo de gran número de obreros; nadie puede decir: «Esto lo
hemos hecho nosotros, por lo tanto es nuestro». La producción pierde su
carácter social. Entonces desaparece el conflicto que residía en el
seno de la sociedad, entre producción social y apropiación capitalista,
no se corresponde con el antagonismo entre trabajadores y patronos, es
decir, ya no adopta la forma de la lucha de clases. Por lo tanto, el
«socialismo», sea lo que sea, ha dejado de ser «el producto necesario de
la lucha de clases formada históricamente» (Engels). No existe ni
existirá una crisis fruto de aquel conflicto, que proporcione un marco
de actuación a una clase obrera cada vez más difuminada, la cual,
empujada por la necesidad histórica objetiva, haga su revolución y
emancipe a la sociedad de sus servidumbres.
Con la mundialización de la economía, los poderes económicos
transnacionales que dirigen el mercado go-biernan, y el gobierno,
gestiona. Fin de la política -no hay más política que la economía- y fin
del Estado nacional, de los aranceles, de la moneda nacional. Con ello
no afirmamos que anteriormente política y economía fuesen realidades
separadas e independientes. Desde los tiempos keynesianos de la
postguerra, Estado y Capital habían actuado en simbiosis, apoyándose en
la existencia de mercados nacionales de trabajo y en capitalismos
nacionales protegidos. Esa fusión, auxiliada por el sindicalismo y los
partidos obreristas, se conformó como «Estado del bienestar», «corazón
de la civilización europea moderna», si prestamos oídos al periodista de
Le Monde, Ignacio Ramonet: la jubilación, el seguro de enfermedad, el
de paro, el derecho a la educación, los derechos laborales, etc. Y es
este corazón el que la mundialización quiere arrancar instaurando un
mercado internacional del trabajo y exigiendo un Estado barato, que es
lo mismo que decir un Estado mínimo. Incluso en cuestiones de orden se
confiará más en la policía privada. Así que ante ese moderno anarquismo
capitalista no es de extrañar que quienes sacaban su poder del Estado
-los políticos, los sindicalistas u otros intermediarios, como los
ecologistas o las ONGs- o conservaban un estatus laboral menos
deteriorado gracias a sus leyes -los funcionarios o la vieja clase
obrera en liquidación, es decir, los pensionistas- les haya entrado una
añoranza estatista profunda y defiendan si no un retorno a las idílicas
condiciones de consumo y disfrute de poder del periodo anterior del
capitalismo, el periodo nacionalista, sí una mundialización que respete,
mediante la transacción con un Estado del cual son clientela y que no
desean reducido, lo esencial de esas mismas condiciones. Pero la función
del Estado moderno es la de defender las condiciones exteriores del
modo capitalista de producción precisamente contra los atentados de los
obreros y no la de proteger a los obreros contra los atentados del modo
de producción capitalista. Esta, digamos, aristocracia obrera se sienta,
como aquel que dice, en dos sillas. Son a la vez, obreros y accionistas
minoritarios. Trabajan y combaten la desvalorización de su único
«capital». Sus intereses son particulares, distintos de los del resto de
desposeídos y por eso su lucha -la lucha sindical, y su obtuso
estatismo- no puede ser la lucha de todos. Si se manifiesta con
contundencia puede ser tomada en serio por el resto de asalariados, pero
¿por qué se detiene en los momentos culminantes? ¿Por qué se imponen
los sórdidos argumentos de la supervivencia? Preguntas que se
contestarían con otra: ¿Qué harían si venciesen? Si no saben o no
quieren responder, mejor negociar y distraerse con simulacros de
combate, y al final, contentarse con lo que echen.
Uno de los aspectos de cualquier huelga importante de antaño que más
preocupaban a los obreros conscientes era el de la información, que
organizaban con celo autónomo para contrarrestar la desinformación o el
silencio de los medios de comunicación habituales. Ahora en cambio, son
esos mismos medios los principales exegetas de la huelga y sus mejores
valedores. Su función sigue siendo la misma, la de escamotear la
realidad sirviendo un sucedáneo, pero si antes se trataba de disimular
la existencia de la lucha de clases, ahora que no hay proletariado que
valga, se trata de disimular su inexistencia. Si antes se montaba su
invisibilidad, ahora se prepara su espectáculo. En las sociedades donde
reinan las condiciones modernas de producción una huelga no es huelga si
no sale por la televisión. El panfleto y la pintada ya no se llevan. La
huelga general no existe sino como espectáculo y su organización corre a
cargo menos de los aparatos sindicales que de los medios de
comunicación. Ellos la convocan, ellos la retransmiten y ellos le ponen
punto final apartando las cámaras. Allí sólo caben los actores: los
líderes son realistas; los huelguistas, responsables; las autoridades,
dialogantes; las peticiones, justas; las consignas, moderadas; los
piquetes, informativos, y, por fin, los incontrolados, lamentables. Lo
ideal seria que las movilizaciones fueran cubiertas de igual modo que,
por ejemplo eventos de la realeza. Cuando ya han conseguido sacar fuera
de la realidad a toda la población, la realidad más real es el mismo
espectáculo. «Hacer la infamia más infamante librándola a la publicidad»
es hoy una consigna sin sentido, puesto que cuando ya no se percibe lo
real, nada tiene consecuencias; la publicidad es sólo ruido. Se han
perdido todas las referencias y reina la indiferencia frente a la
realidad. La comunicación no es posible sino como acto ilegal entre
ilegales, antiespectáculo.
Después de todo lo que hemos dicho, alguien se preguntará: ¿Son
legítimas entonces las luchas obreras? ¿valen la pena? Nada se podrá
objetar a que las luchas continúen, sobretodo si suprimen intermediarios
y huyen de los tratamientos mediáticos y de los procedimientos
jurídicos. Un conflicto funciona en la medida en que el sistema trata de
disimularlo o silenciarlo. El boicot de los medios de comunicación es
una garantía de efectividad y lo contrario, una prueba de inocuidad.
Pero el problema consiste en que la cuestión laboral no constituye ya el
núcleo de la cuestión social y por lo tanto, las luchas no conducen
necesariamente a su planteamiento: no se superan a sí mismas. Hay que
considerar al trabajo asalariado como un efecto nocivo, al igual que la
contaminación, la alimentación adulterada o el efecto invernadero, tan
destructor que incluso crea adicción, y toda lucha en su terreno ha de
ser, para ir al centro de la cuestión, una lucha contra él, es decir,
que ha de llevar implícita su critica y la del sistema social basado en
la condición asalariada. Ha de ser una lucha antieconómica y
antiestatal. Ha de ser un sabotaje. Como la insumisión es un sabotaje
del ejército o la ocupación es un sabotaje de la propiedad privada. El
sabotaje es la táctica de los tiempos.
Pero, ¿no han sido la semana de treinta y cinco horas o la Cumbre
Europea del Empleo consecuencia directa de las protestas obreras? Han
sido medidas políticas que no crearán ningún empleo, como no lo creó la
semana de cuarenta horas ni la contratación a tiempo parcial. Sólo
marean la perdiz. Significa que la facción estatista del partido del
orden ha triunfado en Francia y en Italia, y a ella le toca defender el
proceso de supresión del empleo fomentando la ilusión de su creación.
Esa ilusión ha sido bautizada varias veces: Mercado con Estado, Nuevo
Contrato Social, Socialismo de Mercado, etc. Pero siempre, las medidas
que se supone que nos acercaban a estas «utopías» se han materializado
en incrementos de horas extraordinarias, trabajo negro y rebajas
salariales, al son de la canción Lavorare meno per lavorare tutti.
El fin de la lucha de clases no es el fin de la historia; se da la
paradoja de una aceleración del proceso histórico llevada a cabo por
fuerzas sociales antihistóricas. La historia se ha ocultado. En menos de
dos décadas, las clases, los partidos que pretendían representarlas y
el mismo terreno social se han vuelto gaseosos. De un mismo movimiento,
la sociedad se ha hecho irrecuperable y la revuelta, invisible. Da la
impresión de que la historia se haya detenido, de que pasen cosas sin
que pase nada. Pero realmente nada sucede, todo lo que se ve es pura
representación, espectáculo, y lo que ocurre en realidad no se ve.
Puesto que la condición sine qua non de la realidad en la sociedad del
espectáculo es la clandestinidad. Las verdaderas huelgas obreras
comenzaban cuando acababan; en cambio, cuando un espectáculo acaba,
acaba del todo. Hasta que venga el siguiente. La dominación se ha puesto
a producir los típicos individuos de la sociedad de masas, aislados,
amorfos y manipulables, con un comportamiento propio de los seres en
cautividad, que conforman una mayoría resignada, unificada gracias al
espectáculo, dentro de la cual la rebelión queda anulada. Sólo hay una
manera de acabar con ella: tomar la determinación de oponerse, pensar
que cualquier cosa mejor es posible. Pero eso es una solución ante todo
individual y, al no respetar las reglas del espectáculo, criminal. En
ese sentido el rebelde se halla en una posición semejante a la que se
hallaba el disidente soviético dentro del sistema estalinista. La
solución definitiva dependerá de que muchos digan que no, pero el camino
lo tendrá que empezar uno mismo. Y «un hombre con más razón que sus
conciudadanos ya constituye una mayoría de uno» (Thoreau).
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