La crítica antidesarrollista no llega como una novedad empaquetada y a
disposición de quien quiera usarla. Resume y abarca todos los elementos
críticos anteriores, pero no es un fenómeno intelectual, una teoría
especulativa fruto de mentes privilegiadas dispuestas a largas jornadas
de estudio y meditación. Es la reflexión de una experiencia de lucha y
de una práctica cotidiana. Nace de la práctica y vuelve siempre a ella.
No se queda en libros, artículos, círculos de enterados o torres de
marfil; es fruto tanto del debate, como de la pelea. En una palabra: es
hija de la acción, éste es su medio y no puede sobrevivir fuera de él.
El objetivo de esta disertación no es otro que el de exponer las
líneas maestras por donde discurre la crítica real del capitalismo en
sus últimas fases, a la cual hemos llamado antidesarrollista. La
cuestión social quedó en sus inicios planteada partiendo de la
explotación de los trabajadores en los talleres, fábricas y minas. La
crítica social fue ante todo crítica de la sociedad de clases y del
Estado, pero en una fase posterior del capitalismo, la cuestión social
surgió de la colonización de la vida y la explotación del territorio.
Entiéndase territorio no el paisaje o el “medio ambiente”, sino la
unidad entre espacio e historia, lugar y habitante, geografía y cultura.
La crítica social pasó a ser crítica de la sociedad de masas y de la
idea de progreso. Lejos de rechazar la crítica anterior, correspondiente
a un tipo de capitalismo periclitado, la ampliaba y prolongaba,
englobando hechos nuevos como el consumismo, la polución, la autonomía
de la tecnociencia y el totalitarismo de apariencia democrática. La
crítica antidesarrollista no niega pues la lucha de clases, sino que la
conserva y la supera; es más, la lucha de clases no puede existir en
estos tiempos que corren sino como antidesarrollismo. En lo sucesivo,
quien hable de lucha de clases sin referirse expresamente a la vida
cotidiana y al territorio, tiene en la boca un cadáver.
Podemos seguir el decurso de la aparición histórica entre los años
treinta y noventa del pasado siglo de los primeros elementos de
antidesarrollismo, comenzando por la crítica de la burocracia. La
burocracia es el resultado de la complejidad del proceso productivo, de
la necesidad de control de la población y de la hipertrofia del Estado,
del cual las organizaciones “obreras” son un apéndice. A un determinado
nivel de desarrollo, aquél en el que se separan propiedad y gestión,
donde los que ejecutan órdenes quedan totalmente subordinados a los que
coordinan y deciden, los estratos superiores de la burocracia que operan
en las distintas esferas de la vida social –la cultura, la política, la
administración, la economía— son realmente la clase dominante. La
sociedad capitalista burocratizada queda dividida entre gestores y
ejecutantes, o mejor, entre dirigentes y dirigidos. Dicha división nos
retrotrae a otra anterior, la existente entre el trabajo manual y
trabajo intelectual, que es la base del desarrollo burocrático. El
trabajo manual pierde su creatividad y su autonomía por culpa del
sistema industrial, que, al facilitar la estandarización, parcelación y
especialización, lo reduce a pura actividad mecánica controlada por una
jerarquía burocrática. El beneficiario de la mecanización no es
simplemente el capitalista; es la propia máquina por la organización del
trabajo y de la vida social que implica. Quien sale perjudicado en
primer lugar es el trabajador, pero es toda la población la que quedará
sometida a las exigencias de la máquina. La fábrica, la máquina y la
burocracia son los verdaderos pilares de la opresión capitalista. La
crítica de la burocracia completa la crítica del Estado y del trabajo
asalariado, y da lugar a la crítica de la tecnología.
El desarrollo unilateral de la tecnología, orientado hacia el
rendimiento y el control, sirve a la sumisión, no a la libertad. Una
existencia modelada por tecnócratas según normas fabriles es una forma
de vida esclava. La ciencia y la técnica evolucionan bajo el signo de la
dominación, que es dominación de la naturaleza y del ser humano. Pero
una crítica a la ciencia y a la tecnología no significa un rechazo del
conocimiento racional y del metabolismo con la naturaleza. Se trata del
rechazo de una clase de ciencia y de una clase de tecnología, las que
engendran poder y sumisión. Pero aceptación de las que no alteran las
condiciones de reproducción de una sociedad igualitaria y libre.
Aquellas que obedecen a las necesidades de una vida rural y urbana
equilibrada, hecha a medida de las necesidades y deseos humanos. En
nombre de la Razón. Pero si avanza por el dominio del conocimiento
instrumentalizado, dicha razón, sometida a imperativos de poder, se
autodestruye. La creencia en el mejoramiento humano mediante el
conocimiento científico, la innovación técnica y la expansión económica,
en otras palabras, la fe en el progreso, queda en entredicho. La
crítica de la ciencia, de la tecnología y del sistema industrial es una
crítica del progreso. Y asimismo, es una crítica de las ideologías
cientistas y progresistas; en primer lugar, de la ideología obrerista,
tanto en versión reformista como revolucionaria, basada en la
apropiación, en nombre del proletariado, del sistema industrial burgués y
de su tecnología.
El capital no consiste sólo en dinero, medios de producción, o saber
acumulado; es el polo activo de una relación social mediante la cual
genera beneficios a costa del trabajo asalariado. Cuando esa relación
deja de circunscribirse a la producción y abarca todos los aspectos de
la vida de los individuos, la explotación capitalista cambia
cualitativamente y el conflicto social se extiende a la vida cotidiana,
ahora dominada por el vehículo privado y las ansias consumistas,
enmarcadas en una arquitectura miserable. A la crítica del trabajo se le
añaden la de la sociedad de consumo y la del urbanismo, forjándose
entre todas la crítica de la vida cotidiana, antaño esbozada como
crítica a la moral sexual burguesa y reivindicación de los derechos de
la mujer. La construcción de un estilo de vida libre ha de desterrar de
la vida la lógica alienante de la mercancía. El método para hacerlo, la
autogestión, ha de aplicarse contra la lógica capitalista, pues de lo
contrario no sería más que autogestión de la alienación. La tarea pues
de los futuros organismos comunitarios, que por los sesenta unos
identificaron con los Consejos Obreros y otros con las comunas o los
municipios libres, no puede consistir en la gestión de lo existente,
sino en su transformación revolucionaria. La soberanía real de los
individuos emancipados no significa en absoluto la “humanización” del
trabajo o la “democratización” del consumo, sino la supresión de ambos y
su sustitución por un nuevo tipo de actividad unitaria liberada de
condicionantes.
La crisis ecológica eliminó de la crítica de la vida cotidiana el optimismo tecnológico, la creencia en un posible uso liberador de la tecnología, y sentenció al obrerismo, la creencia en el papel emancipador del proletariado industrial y el carácter potencialmente revolucionario de los conflictos laborales. Fenómenos como la contaminación, la lluvia ácida, el consumo de combustibles fósiles, el uso de aditivos químicos y pesticidas, la enorme acumulación de basura, etc., demostraron que el reino de la mercancía no solamente condenaba la mayoría de la población a la esclavitud asalariada y a la alienación consumista, sino que amenazaba la salud y ponía en peligro la vida en la tierra. La lucha contra el capital no es pues simplemente una lucha por una vida libre, sino una lucha por la supervivencia. La abolición del trabajo y del consumo no pueden efectuarse desde dentro, a través de una pretendida radicalización de los conflictos por el salario y el empleo, puesto que lo que urge es el desmantelamiento completo de la producción, convertida en algo ponzoñoso e inaprovechable. Su “autogestión” es además de alienante, tóxica. La crisis ecológica revela pues los límites del crecimiento productivo y urbano, la condición sine qua non de la acumulación capitalista actual, cuando el desarrollo económico se ha convertido en el único objetivo de la política.
El desarrollismo tuvo su primera traba en la llamada “crisis del
petróleo”, a la que “el mercado” y el Estado reaccionaron con la
construcción de centrales nucleares. Los peligros que la producción de
energía nuclear comportaba para amplios sectores de la población y sobre
todo la militarización social encubierta que comportaba, despertaron
una oposición fuerte. De la unificación entre la crítica de la vida
cotidiana y la crítica ecológica, especialmente en su vertiente
antinuclear, nace a lo largo de los años ochenta la crítica
antidesarrollista. El antidesarrollismo trata de fundir los elementos
críticos nuevos precedentes: su negación del capitalismo es a la vez,
antiestatista, antipolítica, anticientista, antiprogresista y
antiindustrial.
Los nuevos frentes de lucha abiertos, englobados en el concepto de
“nocividad”, eran difícilmente defendibles, pues el final de la fase
fordista del capital, caracterizada por la derrota del movimiento obrero
tradicional, la industrialización de la cultura y el inicio de la
mundialización, comportaban una catástrofe de la conciencia y un auge
del ecologismo neutro. Reduciendo los problemas a cuestiones ambientales
y económicas e ignorando la crítica social precedente, los ecologistas
aspiraban a convertirse en intermediarios del mercado de la degradación,
fijando con el Estado los límites de tolerancia de la nocividad. En
efecto, los ecologistas desempeñarán en lo sucesivo el papel de asesores
políticos y empresariales. Pero por otro lado, la destrucción de los
medios obreros y la colonización acabada de la vida cotidiana habían
aumentado sobremanera en la población la capacidad de soportar lo
insoportable. Las clases antaño peligrosas se transformaban en masas
domesticadas. El oscurecimiento de la conciencia se tradujo rápidamente
en desclasamiento, pérdida de experiencia, insociabilidad e ignorancia,
por lo cual el conocimiento de la verdad no condujo a la revuelta.
Faltaban los lazos sociales disueltos por la mercancía. La crítica
antidesarrollista se ampliaba hasta abarcar al ecologismo y la sociedad
masificada.
La falta de resistencia permitió al capitalismo unos avances sin precedentes, exacerbando todas sus contradicciones y agravando el nivel de habitabilidad del mundo. La convicción desarrollista del crecimiento como objetivo primordial de la vida en el planeta desembocaba en una crisis biológica. El calentamiento global, en un contexto de deterioro universal, impulsó el capitalismo “verde”, basado en el “desarrollo sostenible”, fruto del cual han sido los transgénicos, los automóviles de alta gama con motor de bajo consumo, los agrocombustibles y las energías renovables industriales. Las agresiones al territorio se han multiplicado: autopistas, trenes de alta velocidad, líneas de muy alta tensión, “parques” eólicos y “huertos” solares, urbanización ilimitada, incineradoras, cementerios de materiales tóxicos y radiactivos, regulación de cuencas hídricas, transvases, torres de telefonía móvil, abandono y suburbialización del campo… A esto hay que añadir los progresos en la artificialización de la existencia (de la que las nanotecnologías son la culminación), la proliferación de conductas psicopáticas y la entronización de una sociedad panóptica y criptofascista como respuesta institucional a los peligros de la anomia. Aunque el enemigo más grande del capitalismo todavía sea él mismo y las amenazas mayores contra él provengan de su propia naturaleza, una resistencia minoritaria ha podido desarrollarse gracias a conflictos locales de índole diversa, principalmente contra las grandes infraestructuras, con lo que la crítica antidesarrollista ha podido avanzar en varias direcciones y bajo diferentes apelativos, encontrando al azar de los desastres a partidarios y propagandistas que denuncian tanto los desastres territoriales como la domesticación y resignación de sus habitantes, gente que entendía que no podía solucionarse ningún problema empantanándose en la política, gente que no separaba una agresión específica de la sociedad que la causaba.
La sociedad desarrollista ha llegado al umbral a partir del cual la
destrucción del hábitat humano es irreversible, y, por consiguiente, el
control absoluto de la población es obligatorio. La defensa de una vida
libre, para comenzar libre de prótesis tecnológicas, rica en relaciones,
es como mínimo una defensa del territorio y una lucha contra todos los
condicionamientos, bien se deriven del control social, del trabajo, de
la motorización o del consumo. Pero eso solamente atañe a su momento
defensivo. Su fase ofensiva es desurbanizadora, desindustrializadora,
ruralizadora y descentralizadora. Ha de reequilibrar el territorio y
situar a lo local y lo colectivo en el primer lugar del orden de
preferencias. Es también un combate por la memoria y por la verdad, por
la conciencia libre y contra la manipulación del deseo; es,
subsidiariamente, una lucha contra las ideologías que las ocultan y
distorsionan como el ciudadanismo, el decrecentismo o la que viene en
los manuales para adolescentes vírgenes estilo “la anarquía en diez
cómodas lecciones” (municipalismo, estirnerismo, bonannismo, etc.). El
capitalismo en su fase actual es eminentemente destructivo, y, por
consiguiente, está en guerra contra el territorio y la gente que lo
habita. La autodefensa es legítima, pero constituye sólo un aspecto del
conflicto territorial. Éste es un batallar por la autonomía en la
alimentación, el transporte, la enseñanza, la sanidad, la vivienda o el
vestido; un bregar por la solidaridad, por la comunidad, por el ágora y
por la asamblea; por el “comicio”, “ayuntamiento general” o “concejo
abierto”, que son algunos de los nombres que recibía la práctica
política de la libertad en las épocas precapitalistas peninsulares. La
crítica antidesarrollista no llega como una novedad empaquetada y a
disposición de quien quiera usarla. Resume y abarca todos los elementos
críticos anteriores, pero no es un fenómeno intelectual, una teoría
especulativa fruto de mentes privilegiadas dispuestas a largas jornadas
de estudio y meditación. Es la reflexión de una experiencia de lucha y
de una práctica cotidiana. Está presente un poco en todas partes, de una
forma u otra, como intuición o como hábito, como mentalidad o como
convicción. Nace de la práctica y vuelve siempre a ella. No se queda en
libros, artículos, círculos de enterados o torres de marfil; es fruto
tanto del debate, como de la pelea. En una palabra: es hija de la
acción, éste es su medio y no puede sobrevivir fuera de él.
Miguel Amorós
Para la acampada antidesarrollista del 8 de julio de 2010, en Fellines, Girona.
Primeras Jornadas en Defensa de la Tierra, 22 de agosto de 2010, en Hervás (Cáceres).
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