Al despuntar la década de los ochenta, cuando tuvieron lugar las
revueltas urbanas de Brixton (Londres), Toxteh (Liverpool) y Les
Minguettes (Marsella), se apoderó de los medios radicales la sensación
de estar viviendo un postrer relanzamiento de la ofensiva proletaria
contra la sociedad de clases, en pleno proceso de transición hacia
formas más perfeccionadas de explotación y adiestramiento. Los obreros
polacos socavaban con eficacia el dominio burocrático y acababan de
darse en el viejo continente luchas que apuntaban directo a la raíz del
problema como el movimiento asambleario español, la autonomía obrera en
Italia, las manifestaciones incendiarias del norte de Francia o los
enfrentamientos entre la policía y los mineros ingleses.
En cinco o seis años el Estado había dado pruebas irrefutables tanto
de su incompetencia, al no controlar el funcionamiento del sistema
capitalista, como de su impotencia, al no poder garantizar el orden en
las fábricas y en los suburbios. La acción directa hacía progresos. La
liquidación de importantes sectores industriales caducos y el
confinamiento de los parados en guetos periféricos amenazaba con
provocar una crisis mayor que la que trataba de paliar. El proletariado
salía de su pasividad suicida y no se resignaba a conducirse como el
ganado camino del matadero. Reinaba tal rencor en sus filas que la menor
chispa provocaba estallidos de violencia, por desgracia, locales y
aislados. Los radicales apostaban por que una extensión suficiente de la
cólera obrera bloquease los mecanismos de la represión y permitiese la
comunicación directa entre los parias de la tierra, sin dirigentes de
por medio. “Cuando los obreros hablan, el Estado se disuelve”. Las
revueltas del suburbio venían a confirmar esa transformación del
desespero cotidiano en furor de vivir. Los habitantes de los
extrarradios (la clase obrera empobrecida) no aceptaban el destino al
que les condenaba la explotación capitalista y rechazaban violentamente
tanto el trabajo como la mala vida que suponía. La violencia colectiva
de los suburbios mostraba al conjunto de proletarios el camino para
salir de la dinámica de producción-consumo. No podían conformarse con
suplicar un derecho al trabajo y a la vivienda presentando como deseable
lo que para muchos ya era insoportable, pero para satisfacer la
voluntad de vivir plenamente tenían que enfrentarse al sistema de
frente, procediendo con método. La gasolina y los palos tenían que hacer
sitio a la discusión crítica, al rechazo de toda mediación, a la
asociación antijerárquica. Sabemos en que paró todo aquello. Mediante
una mezcla de represión, drogas y sindicalismo las victorias no se
aprovecharon, muchas ocasiones se dejaron pasar, se dieron pasos en la
mala dirección, hubo estancamiento, etc., y las consecuencias de tales
errores y fracasos hoy las pagamos. Los que estuvieron en aquellos
frentes de batalla volvieron más pobres en cuanto a experiencia
comunicable. Se encontraron indefensos en medio de un paisaje que en
pocos años se volvió irreconocible. El cierre de las industrias condenó a
la precariedad a un gran número de trabajadores. De pronto se
encontraron sin trabajo y sin recursos. Pero la nueva miseria fue mucho
más que material: la vida se digitalizaba por momentos y la sumisión al
menor de los imperativos económicos o tecnológicos era la norma. La
pobreza de la experiencia, tanto privada como pública, era su principal
resultado, el que definía un nuevo estado de barbarie. Yo he llamado a
la sociedad donde reina ese estado sociedad de masas.
La ruptura entre dos épocas fue brutal y absoluta ¿Quién se atrevería
en esas condiciones a hablar a la juventud rebelde apoyándose en la
experiencia de la época de las clases? La comunidad obrera se desintegró
y las nuevas oligarquías dominaron en una sociedad de masas de forma
muy diferente a como lo hacía la burguesía con el proletariado. No
empleaban a los parados como “ejército de reserva” para presionar sobre
los salarios, sino como amenaza a la “seguridad”, es decir, como enemigo
público, para lograr la sumisión absoluta de la población integrada en
el mercado. Los desempleados ya no constituían un elemento del mercado
sino que quedaban excluidos en permanencia y condenados a la degradación
material y moral, precisamente porque no se quería explotar su miseria,
sino la imagen de su miseria. Cuanto peor fuera ésta, mejor. El
espectáculo se encargó de criminalizarla, identificando primero suburbio
con violencia, y después, ambos con inmigración e integrismo. Para la
dominación espectacular quedaba claro que el suburbio era el laboratorio
donde ensayar la gestión social del futuro. Allí se experimentaron en
vivo políticas que se aplicarían después en todos los ámbitos de la
sociedad, cuando toda ella se convirtió en suburbio. Los R. G.
(servicios de información franceses) ya crearon en 1991, a raíz de las
revueltas de Vaulx-en-Velin (Lyon) y Sartrouville (París), una sección
de “ciudades y suburbios” llamada al principio de “violencias urbanas”.
Con las dificultades que conlleva la gestión de una sociedad disgregada y
asediada por todo tipo de catástrofes reales, la amenaza del “suburbio”
llegó a convertirse en la principal fuente de legitimidad de la
dominación. Y mientras que las ciudades se vaciaban para albergar sólo a
los turistas y las elites, y las urbes se desparramaban por el campo
transformándolo todo en suburbio, el espectáculo contribuía a
desencadenar y propagar su “violencia”.
La revuelta del 27 de octubre fue un experimento de ese estilo,
originado por una campaña promocional del ministro del Interior Sarkozy
de cara a las elecciones presidenciales. La muerte de dos chicos
perseguidos por la policía que se achicharraron dentro de un
transformador no desencadenó la revuelta sino el tratamiento mediático
de la noticia. La policía ha avanzado la cifra de cien incendios diarios
como normal para el país y los primeros días ardieron bastantes menos
coches, pero el hecho fue magnificado. Martillear acto seguido con las
bravatas fascistas de Sarkozy no tenía sentido sino como provocación: se
jugaba con fuego porque se quería fuego. Los medios causaron y
estimularon los incidentes. “Nos gusta vernos en la televisión, nos hace
sentirnos orgullosos”, dirá un incendiario. Y el fuego es la mejor
manera de aparecer en los telediarios. De hecho se estableció una
competencia entre jóvenes mediatizada por la tele: “cuando vemos qué
hacen los del barrio vecino, lo queremos superar.” “Hemos comprendido
que es la forma de que nos presten atención”, dirán otros, y añadirán:
“Con tres noches de disturbios hemos logrado cosas; salimos en
televisión y van a dar pasta a los barrios.” La ira de los jóvenes a fin
de cuentas servía para algo, encontrando material inflamable en
doscientas ciudades más, incluso en zonas rurales, y proporcionando al
planeta la gratificante imagen de un país en llamas. No se puede
reprochar a los protagonistas no seguir al pie de la letra el guión.
Quien falló a fin de cuentas fue el Gobierno, que no logró
criminalizarlos. Ni delincuentes organizados, ni extranjeros, ni
siquiera todos de origen magrebí o subsahariano. Simplemente jóvenes
menospreciados, franceses, sin presente ni futuro en el sistema,
perseguidos por los mismos que les marginaron. Ni los traficantes ni los
integristas religiosos tuvieron nada que ver. Es más, en los barrios
donde las mafias o los islamistas ejercían algún control, no hubo
incendios. Hubo que dar marcha atrás. El mismísimo presidente de la
República, desautorizando al Gobierno, señaló “el veneno de la
discriminación” como responsable de los disturbios. Tal como proclamaba
la “tolerancia cero” de Sarkozy, el Gobierno quería dirigir el pánico de
los franceses domesticados hacia las zonas deprimidas, no desde luego
para acabar con la marginación, sino para meter en prisión a los jóvenes
que sobrevivían en ellas, en la línea del Estado penal. Sin embargo el
espectáculo salió al revés. El orden fue alterado escandalosamente
durante más de tres semanas por un puñado de adolescentes ¿Qué hubiera
pasado si todos los habitantes de los suburbios hubiera participado en
la revuelta? Uno de los Estados “más poderosos del mundo” quedó en
ridículo y la desintegración social se hizo visible junto con sus
causas: la exclusión, el racismo, el urbanismo penitenciario, el control
policial. El Gobierno tuvo que recurrir al toque de queda basándose en
una ley de la época de la guerra de Argelia, ley que ni siquiera se
aplicó en Mayo del 68. El ministro portavoz Copé reprochó a la prensa
extranjera =haber difundido la verdad, a saber, la imagen de una guerra
civil en Francia, y advertía que “ningún país está a salvo de
situaciones como esa, lo hemos visto en el pasado y, desgraciadamente,
lo podremos ver en el futuro.” La prolongación del estado de urgencia
tres meses contribuiría a disipar las dudas sobre esa especie de guerra
civil con un saldo de 3000 detenidos y 600 encarcelados, muchos
condenados en juicios rápidos, sin garantías, a penas de cuatro años de
prisión firme. Por un lado, el Gobierno se daba un plazo para “afirmar
la autoridad del Estado” manteniendo sobre el terreno a 20.000 agentes,
mientras que por el otro, decidía la necesidad de una fase asistencial
previa a la implantación de un Estado policía. Se habla claramente del
“servicio civil voluntario”, el “trabajo social”, la religión y el
“tejido asociativo” como medios de control. El fracaso policial ha
llevado a reconocer la necesidad de mediadores para restar cohesión a la
revuelta y desactivar sus mecanismos. Si no los encuentran seguirán el
consejo del inmundo Jean Daniel: “crear elites artificialmente”.
El verdadero crimen de la revuelta ha sido haber revelado el penoso
estado actual de la sociedad francesa. Por su parte los jóvenes
incendiarios no han dado muchas pistas sobre lo que quieren pero en
cambio han indicado exactamente lo que no quieren. No quieren el
suburbio; ni el de otros ni el suyo. Por eso lo destruyen. No aprecian a
los coches, ni a los periodistas, ni a los bomberos, ni a los
macdonalds, ni a las comisarías, ni a los centros comerciales que ni se
molestan en saquear; tampoco desean escuelas, ni bibliotecas, ni
gimnasios, ni centros de asistencia ¿qué quieren entonces? Cuando
balbucean algo parecido a una consigna, como por ejemplo, la dimisión de
Sarkozy, un trabajo digno, justicia, etc., repiten las trivialidades
que han aprendido de los educadores de barrio. Ni siquiera las letras de
los raps lo aclaran. Son tópicas. Odio a la policía, respeto, ropa de
marca y poco más. No se puede decir que sea un lenguaje. Viven al día
confundiendo realidad y ficción como todos los jóvenes: “durante el día
dormimos, vemos a las amigas, jugamos con la Play… y por la tarde, a
disfrutar; a las nueve nos vamos a hacer la guerra a la policía ¡estamos
en Matrix!” Pero por astucia de la Historia, esta vez la ficción no
ayuda a escapar de la realidad sino a encararla con alegría. Los
videojuegos terminan en hogueras. La falta de experiencia obliga a
comenzar desde el principio, sin inspirarse en nada real, haciendo tabla
rasa con todo. Por eso apenas saben explicar sus actos. No siguen
consignas, ni están organizados, ni lanzan proclamas. No reivindican, no
proponen, no dialogan. Sólo queman. Con los incendios indican que la
única solución pasa por la destrucción de todo el entorno opresivo. Así
pues, permaneciendo enteramente negativos, impiden que la revuelta sirva
a los recuperadores. También la condenan a no ser más que eso,
negación, violencia. Y violencia no es necesariamente radicalismo. Hoy
la destrucción y la subversión no caminan juntas. Por lo pronto la
violencia es la única manera que tienen de expresarse los que no cuentan
y no tienen nada que perder: “sólo sabemos hablar con fuego”, “no
tenemos elección”; es un modo de sentirse bien: “Ostias, yo respiro
cuando incendio”, e incluso una manera de pasar el rato: “no tenemos
nada que hacer en todo el día.” Sin embargo, también la violencia, y ese
es su punto débil, es una manera de conseguir algo positivo, a saber,
que se les reconozca y que se les atienda ¿Para qué? Para el
“restablecimiento de los valores cívicos y republicanos entre las clases
menos favorecidas”, para el retorno al redil.
La cólera nihilista del suburbio es reflejo del nihilismo del sistema
dominante. Los jóvenes airados han devuelto al remitente su
irresponsabilidad y su inconsciencia iluminando de golpe la terrible
verdad de una época cruel y absurda; todos los franceses la han visto y
se han cagado de miedo. Pues la única pasión realmente francesa que
subsiste en el país vecino es eso, el miedo; también es la única en
otros países modernos, pero en Francia alcanza niveles verdaderamente
patológicos. El tirón de popularidad de Sarkozy, el político histérico
que habla “con las mismas palabras que usan los franceses”, lo
confirmaría si hiciera falta. La cólera del suburbio es la cólera de la
Razón, pero no sabe que lo es. Los incendiarios parten de cero, solos,
sin ayuda de nadie, ni en el terreno de la solidaridad ni en el de las
ideas. Tendrán que dejar tras de sí algo más que rescoldos humeantes si
quieren conformar ese proyecto perfectamente caracterizado en la
expresión rapera “Nique la France!” (¡Fóllate a Francia!). Un desahogo
que bien pensado cada rebelde debería practicar en su país respectivo.
Noviembre 2005
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