jueves, 27 de diciembre de 2012

La cólera del suburbio - Miguel Amorós (2005)

 

Al despuntar la década de los ochenta, cuando tuvieron lugar las revueltas urbanas de Brixton (Londres), Toxteh (Liverpool) y Les Minguettes (Marsella), se apoderó de los medios radicales la sensación de estar viviendo un postrer relanzamiento de la ofensiva proletaria contra la sociedad de clases, en pleno proceso de transición hacia formas más perfeccionadas de explotación y adiestramiento. Los obreros polacos socavaban con eficacia el dominio burocrático y acababan de darse en el viejo continente luchas que apuntaban directo a la raíz del problema como el movimiento asambleario español, la autonomía obrera en Italia, las manifestaciones incendiarias del norte de Francia o los enfrentamientos entre la policía y los mineros ingleses.

En cinco o seis años el Estado había dado pruebas irrefutables tanto de su incompetencia, al no controlar el funcionamiento del sistema capitalista, como de su impotencia, al no poder garantizar el orden en las fábricas y en los suburbios. La acción directa hacía progresos. La liquidación de importantes sectores industriales caducos y el confinamiento de los parados en guetos periféricos amenazaba con provocar una crisis mayor que la que trataba de paliar. El proletariado salía de su pasividad suicida y no se resignaba a conducirse como el ganado camino del matadero. Reinaba tal rencor en sus filas que la menor chispa provocaba estallidos de violencia, por desgracia, locales y aislados. Los radicales apostaban por que una extensión suficiente de la cólera obrera bloquease los mecanismos de la represión y permitiese la comunicación directa entre los parias de la tierra, sin dirigentes de por medio. “Cuando los obreros hablan, el Estado se disuelve”. Las revueltas del suburbio venían a confirmar esa transformación del desespero cotidiano en furor de vivir. Los habitantes de los extrarradios (la clase obrera empobrecida) no aceptaban el destino al que les condenaba la explotación capitalista y rechazaban violentamente tanto el trabajo como la mala vida que suponía. La violencia colectiva de los suburbios mostraba al conjunto de proletarios el camino para salir de la dinámica de producción-consumo. No podían conformarse con suplicar un derecho al trabajo y a la vivienda presentando como deseable lo que para muchos ya era insoportable, pero para satisfacer la voluntad de vivir plenamente tenían que enfrentarse al sistema de frente, procediendo con método. La gasolina y los palos tenían que hacer sitio a la discusión crítica, al rechazo de toda mediación, a la asociación antijerárquica. Sabemos en que paró todo aquello. Mediante una mezcla de represión, drogas y sindicalismo las victorias no se aprovecharon, muchas ocasiones se dejaron pasar, se dieron pasos en la mala dirección, hubo estancamiento, etc., y las consecuencias de tales errores y fracasos hoy las pagamos. Los que estuvieron en aquellos frentes de batalla volvieron más pobres en cuanto a experiencia comunicable. Se encontraron indefensos en medio de un paisaje que en pocos años se volvió irreconocible. El cierre de las industrias condenó a la precariedad a un gran número de trabajadores. De pronto se encontraron sin trabajo y sin recursos. Pero la nueva miseria fue mucho más que material: la vida se digitalizaba por momentos y la sumisión al menor de los imperativos económicos o tecnológicos era la norma. La pobreza de la experiencia, tanto privada como pública, era su principal resultado, el que definía un nuevo estado de barbarie. Yo he llamado a la sociedad donde reina ese estado sociedad de masas.


La ruptura entre dos épocas fue brutal y absoluta ¿Quién se atrevería en esas condiciones a hablar a la juventud rebelde apoyándose en la experiencia de la época de las clases? La comunidad obrera se desintegró y las nuevas oligarquías dominaron en una sociedad de masas de forma muy diferente a como lo hacía la burguesía con el proletariado. No empleaban a los parados como “ejército de reserva” para presionar sobre los salarios, sino como amenaza a la “seguridad”, es decir, como enemigo público, para lograr la sumisión absoluta de la población integrada en el mercado. Los desempleados ya no constituían un elemento del mercado sino que quedaban excluidos en permanencia y condenados a la degradación material y moral, precisamente porque no se quería explotar su miseria, sino la imagen de su miseria. Cuanto peor fuera ésta, mejor. El espectáculo se encargó de criminalizarla, identificando primero suburbio con violencia, y después, ambos con inmigración e integrismo. Para la dominación espectacular quedaba claro que el suburbio era el laboratorio donde ensayar la gestión social del futuro. Allí se experimentaron en vivo políticas que se aplicarían después en todos los ámbitos de la sociedad, cuando toda ella se convirtió en suburbio. Los R. G. (servicios de información franceses) ya crearon en 1991, a raíz de las revueltas de Vaulx-en-Velin (Lyon) y Sartrouville (París), una sección de “ciudades y suburbios” llamada al principio de “violencias urbanas”. Con las dificultades que conlleva la gestión de una sociedad disgregada y asediada por todo tipo de catástrofes reales, la amenaza del “suburbio” llegó a convertirse en la principal fuente de legitimidad de la dominación. Y mientras que las ciudades se vaciaban para albergar sólo a los turistas y las elites, y las urbes se desparramaban por el campo transformándolo todo en suburbio, el espectáculo contribuía a desencadenar y propagar su “violencia”.

La revuelta del 27 de octubre fue un experimento de ese estilo, originado por una campaña promocional del ministro del Interior Sarkozy de cara a las elecciones presidenciales. La muerte de dos chicos perseguidos por la policía que se achicharraron dentro de un transformador no desencadenó la revuelta sino el tratamiento mediático de la noticia. La policía ha avanzado la cifra de cien incendios diarios como normal para el país y los primeros días ardieron bastantes menos coches, pero el hecho fue magnificado. Martillear acto seguido con las bravatas fascistas de Sarkozy no tenía sentido sino como provocación: se jugaba con fuego porque se quería fuego. Los medios causaron y estimularon los incidentes. “Nos gusta vernos en la televisión, nos hace sentirnos orgullosos”, dirá un incendiario. Y el fuego es la mejor manera de aparecer en los telediarios. De hecho se estableció una competencia entre jóvenes mediatizada por la tele: “cuando vemos qué hacen los del barrio vecino, lo queremos superar.” “Hemos comprendido que es la forma de que nos presten atención”, dirán otros, y añadirán: “Con tres noches de disturbios hemos logrado cosas; salimos en televisión y van a dar pasta a los barrios.” La ira de los jóvenes a fin de cuentas servía para algo, encontrando material inflamable en doscientas ciudades más, incluso en zonas rurales, y proporcionando al planeta la gratificante imagen de un país en llamas. No se puede reprochar a los protagonistas no seguir al pie de la letra el guión. Quien falló a fin de cuentas fue el Gobierno, que no logró criminalizarlos. Ni delincuentes organizados, ni extranjeros, ni siquiera todos de origen magrebí o subsahariano. Simplemente jóvenes menospreciados, franceses, sin presente ni futuro en el sistema, perseguidos por los mismos que les marginaron. Ni los traficantes ni los integristas religiosos tuvieron nada que ver. Es más, en los barrios donde las mafias o los islamistas ejercían algún control, no hubo incendios. Hubo que dar marcha atrás. El mismísimo presidente de la República, desautorizando al Gobierno, señaló “el veneno de la discriminación” como responsable de los disturbios. Tal como proclamaba la “tolerancia cero” de Sarkozy, el Gobierno quería dirigir el pánico de los franceses domesticados hacia las zonas deprimidas, no desde luego para acabar con la marginación, sino para meter en prisión a los jóvenes que sobrevivían en ellas, en la línea del Estado penal. Sin embargo el espectáculo salió al revés. El orden fue alterado escandalosamente durante más de tres semanas por un puñado de adolescentes ¿Qué hubiera pasado si todos los habitantes de los suburbios hubiera participado en la revuelta? Uno de los Estados “más poderosos del mundo” quedó en ridículo y la desintegración social se hizo visible junto con sus causas: la exclusión, el racismo, el urbanismo penitenciario, el control policial. El Gobierno tuvo que recurrir al toque de queda basándose en una ley de la época de la guerra de Argelia, ley que ni siquiera se aplicó en Mayo del 68. El ministro portavoz Copé reprochó a la prensa extranjera =haber difundido la verdad, a saber, la imagen de una guerra civil en Francia, y advertía que “ningún país está a salvo de situaciones como esa, lo hemos visto en el pasado y, desgraciadamente, lo podremos ver en el futuro.” La prolongación del estado de urgencia tres meses contribuiría a disipar las dudas sobre esa especie de guerra civil con un saldo de 3000 detenidos y 600 encarcelados, muchos condenados en juicios rápidos, sin garantías, a penas de cuatro años de prisión firme. Por un lado, el Gobierno se daba un plazo para “afirmar la autoridad del Estado” manteniendo sobre el terreno a 20.000 agentes, mientras que por el otro, decidía la necesidad de una fase asistencial previa a la implantación de un Estado policía. Se habla claramente del “servicio civil voluntario”, el “trabajo social”, la religión y el “tejido asociativo” como medios de control. El fracaso policial ha llevado a reconocer la necesidad de mediadores para restar cohesión a la revuelta y desactivar sus mecanismos. Si no los encuentran seguirán el consejo del inmundo Jean Daniel: “crear elites artificialmente”.

El verdadero crimen de la revuelta ha sido haber revelado el penoso estado actual de la sociedad francesa. Por su parte los jóvenes incendiarios no han dado muchas pistas sobre lo que quieren pero en cambio han indicado exactamente lo que no quieren. No quieren el suburbio; ni el de otros ni el suyo. Por eso lo destruyen. No aprecian a los coches, ni a los periodistas, ni a los bomberos, ni a los macdonalds, ni a las comisarías, ni a los centros comerciales que ni se molestan en saquear; tampoco desean escuelas, ni bibliotecas, ni gimnasios, ni centros de asistencia ¿qué quieren entonces? Cuando balbucean algo parecido a una consigna, como por ejemplo, la dimisión de Sarkozy, un trabajo digno, justicia, etc., repiten las trivialidades que han aprendido de los educadores de barrio. Ni siquiera las letras de los raps lo aclaran. Son tópicas. Odio a la policía, respeto, ropa de marca y poco más. No se puede decir que sea un lenguaje. Viven al día confundiendo realidad y ficción como todos los jóvenes: “durante el día dormimos, vemos a las amigas, jugamos con la Play… y por la tarde, a disfrutar; a las nueve nos vamos a hacer la guerra a la policía ¡estamos en Matrix!” Pero por astucia de la Historia, esta vez la ficción no ayuda a escapar de la realidad sino a encararla con alegría. Los videojuegos terminan en hogueras. La falta de experiencia obliga a comenzar desde el principio, sin inspirarse en nada real, haciendo tabla rasa con todo. Por eso apenas saben explicar sus actos. No siguen consignas, ni están organizados, ni lanzan proclamas. No reivindican, no proponen, no dialogan. Sólo queman. Con los incendios indican que la única solución pasa por la destrucción de todo el entorno opresivo. Así pues, permaneciendo enteramente negativos, impiden que la revuelta sirva a los recuperadores. También la condenan a no ser más que eso, negación, violencia. Y violencia no es necesariamente radicalismo. Hoy la destrucción y la subversión no caminan juntas. Por lo pronto la violencia es la única manera que tienen de expresarse los que no cuentan y no tienen nada que perder: “sólo sabemos hablar con fuego”, “no tenemos elección”; es un modo de sentirse bien: “Ostias, yo respiro cuando incendio”, e incluso una manera de pasar el rato: “no tenemos nada que hacer en todo el día.” Sin embargo, también la violencia, y ese es su punto débil, es una manera de conseguir algo positivo, a saber, que se les reconozca y que se les atienda ¿Para qué? Para el “restablecimiento de los valores cívicos y republicanos entre las clases menos favorecidas”, para el retorno al redil.

La cólera nihilista del suburbio es reflejo del nihilismo del sistema dominante. Los jóvenes airados han devuelto al remitente su irresponsabilidad y su inconsciencia iluminando de golpe la terrible verdad de una época cruel y absurda; todos los franceses la han visto y se han cagado de miedo. Pues la única pasión realmente francesa que subsiste en el país vecino es eso, el miedo; también es la única en otros países modernos, pero en Francia alcanza niveles verdaderamente patológicos. El tirón de popularidad de Sarkozy, el político histérico que habla “con las mismas palabras que usan los franceses”, lo confirmaría si hiciera falta. La cólera del suburbio es la cólera de la Razón, pero no sabe que lo es. Los incendiarios parten de cero, solos, sin ayuda de nadie, ni en el terreno de la solidaridad ni en el de las ideas. Tendrán que dejar tras de sí algo más que rescoldos humeantes si quieren conformar ese proyecto perfectamente caracterizado en la expresión rapera “Nique la France!” (¡Fóllate a Francia!). Un desahogo que bien pensado cada rebelde debería practicar en su país respectivo.

 Noviembre 2005

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