El ‘hipster’ usurpa partes de una
historia que no conoce más allá de lo que dicen los libros sobre arte,
repitiendo incansable una idea falsa: la cultura nos hace libres.
El barrio donde vivo está mutando hacia
sorprendentes territorios. Un viejo local, con tan solo cambiar ciertos
elementos, se convierte en un estupendo bar vintage. El estilo de esta
época: lo viejo y antiguo conservan una rabiosa actualidad. Los nuevos
empresarios son ilusionistas. La búsqueda de la autenticidad juega
siempre con piezas muertas, zonas en llamas, territorios mutilados. Lo
subcultural es un complicado bricolaje casi indescifrable y el
pasatiempo favorito es aquél en que un hipster, tras negar tajantemente
que lo sea, crítica a su vecino porque es un “patético hipster”.
Todos buscan algo que ya se sitúa en los confines del mundo y para
alcanzar esos lugares primero hay que atravesar rincones ocultos, saltar
tapias, burlar la noche, caminar hasta destrozar las zapatillas. O
quizás no… la poesía está en todos los lugares y al mismo tiempo en
ninguno, pero hemos perdido la capacidad para ver lo no visto y la
experiencia diferida se prefiere a ser testigo directo.
Nos encanta soñar con turbas y
disturbios, con épocas de sedición, oposición y fuego, pero nos asusta
el ruido, lo desconocido, la polvareda, la improvisación y el delicioso
caos. En la fantasía todo se vuelve aún más fascinante. Queremos
desorden y orden al mismo tiempo. Virtud y error, todo en uno. Viajar sin movernos. Solidarizarnos virtualmente.
Juguemos. Las portadas de revistas de tendencias y los estudios de sociólogos acuden a la investigación de las nuevas subculturas urbanas.
Mirando hacia atrás en el tiempo, la reciente recuperación del estilo
de la República de Weimar y la Alemania de los cabarés supuso un negocio
sencillo e inofensivo, en el que se trabaja con una ambigüedad y
libertad sexuales que son la marca de este tiempo donde toda revolución
–o al menos así se nos vende– tiene que ser divertida. El estilo sobrio
al mismo tiempo que sofisticado de los ‘50 (ilustrado en famosas series
de televisión como Mad Men) sirve para todo. La intriga
y tensión política de una década que muchos han definido, posiblemente
de forma equivocada, como la más aburrida del siglo XX, fueron
omitidos y acabaron en la trastienda. Hoy los pretendidamente
revolucionarios bailan y sueñan con un baile infinito, y Lautreumont,
con sus verdades-puños, parece esconderse en un rincón, mientras repite
incansable aquella hermosa frase que decía “la poesía está en todos
aquellos lugares donde no habita la sonrisa”.
Durante el período de entreguerras, una
generación de blancos bohemios comenzó a interesarse por el estilo de
los negros. Dominaban indiscutiblemente la escena del jazz y del bebop. Resultado de esta fascinación, surgió el hipster,
el “negro blanco” de Mailer, aquel que imitaba del negro “la
peligrosidad de una vida vivida siempre en presente” y el antecedente
más inmediato de los beatniks de San Francisco. Los hipsters, que se
pasaban las noches gastándose todo su dinero en tugurios y locales de
mala muerte en zonas de la ciudad prohibidas, estaban enamorados de esa cultura negra, del jazz y su ritmo frenético, el tipo de música que los nazis habían definido como Asphaltkakophonie (“cacofonía del asfalto”).
Nicolas Galley, un exitoso profesor y
experto en arte que ha creado el Máster de Estudios Avanzados en Art
Market Studies, afirma tajantemente que “el mercado del arte no rechaza
nada. Todo puede ser integrado de una u otra forma. El mercado ha
demostrado ser capaz de sostener a todas las vanguardias del siglo XX”.
Cierto. Me horroriza esa obsesión casi enfermiza por mostrarse, el afán
compulsivo por revisitar lugares y ropajes. El estúpido y aburrido
hipster es un ser asustado, fofo y obsesionado por la moda.
Generalmente, usurpa partes de una historia que no conoce más allá de lo
que dicen los libros sobre arte, repitiendo incansable una idea falsa:
la cultura nos hace libres. Su presente es perpetuo; no desea en
absoluto poner en circulación los fantasmas del pasado (sus héroes
culturales, muchos de ellos una constelación de bohemios, drogadictos y rebeldes sociales)
en medio de un presente aburrido. No es víctima de la moda, sino de sí
mismo. Vive, o lo pretende, por duplicado. Lo que dice ser ya existió en
el pasado, pero el doble parece ser más perfecto y correcto, más
hipster.
Muy pocos son los que saben que Soo
Catwoman, cuya imagen representó uno de los más potentes iconos del punk
inglés, no quiso participar en el documental de Julian Temple sobre los
Sex Pistols The Great Rock and Roll Swindle. Tras rechazar la
oferta del director y del propio McLaren, fue sustituida por una
jovencísima modelo llamada Judy Croll, que entonces contaba solamente 14
años. Croll posó desnuda e impecablemente caracterizada como Catwoman,
simulando ser un cartel humano. Nadie notó la diferencia.
Aún hoy hay quienes creen que Catwoman aparece en la famosa película.
El engaño fue más perfecto que su original y Croll pasó a la historia
como la “otra” Catwoman.
Igual que el hipster, o casi.
(*) Publicado el 26 de octubre de 2012 en el periódico Diagonal (número 184).
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