“¿Pero,
 qué sentido tenían aquellas enigmáticas palabras, aquella extraña frase
 que decía “compañero de viaje” y que, según su esposa, pronunció 
instantes antes de morir? la respuesta la encontramos en este legado 
autobiográfico”
Hoy, 
gracias a las memorias de Ary Sternfeld, padre de la cosmonáutica 
soviética y diseñador del primer Sputnik lanzado al espacio, conocemos 
un aspecto inaudito de la historia reciente, concretamente la relación y
 amistad del ingeniero ruso con el escritor y heroinómano Alexander 
Trocchi. Además, en el relato de Sternfeld encontramos una pluma ágil y 
vigorosa, que nos dibuja un valioso retrato de la sociedad estalinista y
 de los disidentes soviéticos.
Hasta su 
muerte, en julio de 1980, Sternfeld fue considerado un héroe de la 
antigua Unión Soviética. Su mujer, Aleksandra, lo recuerda escribiendo 
hasta el último momento y repitiendo febrilmente la frase “compañero de 
viaje”. He aquí un gran misterio. Sus memorias (dos inmensos manuscritos
 de casi seiscientas páginas) comienzan con la descripción de momento 
emocionante y dramático. Un agotado Sternfeld escribe: “El tiempo se 
consume y esfuma [ilegible] Los padres de la Unión Soviética han muerto.
 El diagnóstico es claro: infección aguda que ha terminado por agotar 
todas mis fuerzas. Me despido de todos y mi único consuelo, mi único 
recuerdo capaz de iluminarme en estos aciagos momentos, son los hermosos
 días de París. Jamás olvidaré a mi compañero de viaje”
El Sputnik 1, el primer satélite artificial de la historia, fue lanzado por la Unión Soviética el 4 de octubre de 1957.
 Antes, se habían realizado otros intentos, pero todos ellos fracasaron.
 El Sputnik I se convirtió en un hito en la historia moderna cuando 
logró surcar los cielos tras ser lanzado desde el Cosmódromo de Baikonur en Tyuratam a 370 km al suroeste de la pequeña ciudad de Baikonur, en Kazajistán,
 entonces perteneciente a la Unión Soviética. Se trataba de un aparato 
muy pequeño, una reducida esfera del tamaño de un balón de baloncesto 
que orbitó alrededor de la tierra hasta que finalmente se incendió, 
desintegrándose el 4 de enero de 1958. El siguiente paso ya lo 
conocemos: meses después de su lanzamiento, el mundo se estremeció ante 
una nueva proeza cuando vio volar al Sputnik II que llevaba en su 
interior a una perrita llamada Laika.
Para 
entonces, Sternfeld era el heraldo de los sueños de los mandatarios 
soviéticos que tomaban ventaja en la famosa carrera aeroespacial, cuando
 dos años antes, en julio de 1955, los Estados Unidos anunciaron a bombo
 y platillo sus planes de poner en circulación un satélite llamado 
“Vanguard”. De esta forma, se inició una enloquecida carrera por la 
supremacía aeroespacial. Ambos países, rivales encarnizados, trabajaron 
desaforadamente, luchando por ser los pioneros en la conquista 
aeroespacial. Sternfeld dedicó todas sus horas a este esfuerzo, aunque 
hoy sabemos que no compartía el ideario supremacista soviético. 
Sternfeld tenía un rival considerable, el poderoso Werner von Braun, 
encargado del proyecto Explorer destinado a doblegar a los rusos. Sin 
embargo, cumplió fielmente su cometido y, gracias al primer Sputnik, la 
Unión Soviética venció a Estados Unidos.
¿Pero, qué
 sentido tenían aquellas enigmáticas palabras, aquella extraña frase que
 decía “compañero de viaje” y que, según su esposa, pronunció instantes 
antes de morir? la respuesta la encontramos en este legado 
autobiográfico. Existe una entrada en su diario fechada en febrero de 
1952, donde se hace eco de una noticia; a comienzos de aquel año, 
nuestro hombre sorprendió al mundo cuando en un periódico predijo lo 
siguiente: “Dentro de cinco años lanzaremos al espacio el primer 
Sputnik”. Una anotación, fechada poco después, dice lo 
siguiente: “Hoy he recibido una nueva carta de mi amigo Alexander. Su 
personalidad se sitúa al límite de todo lo que un soviético puede 
considerar como razonable. Me recuerda a mi pasión secreta, aquella que 
alimentó mis años en Cracovia [...]“.
¿Cuál era 
aquella “pasión secreta” que había terminado por explotar en los días de
 Cracovia? Para llegar Cracovia, primero tenemos que descubrir París. El
 pionero de la astronáutica soviética había nacido en Polonia y 
estudiado en Cracovia ingeniería astronáutica. En su diario, en una 
entrada del 15 de febrero de 1950, podemos leer que junto a varios 
amigos ha podido viajar, no sin asumir evidentes riesgos, hasta París. 
Es un joven espabilado y temerario. Allí, sabemos que visitó a varios 
amigos suyos, un pequeño círculo de exiliados y alcohólicos. Sin duda 
alguna, aquella primera visita, a la que siguieron muchas más, marcó el 
futuro de Sternfled, su mundo interior, el único posible bajo el 
estalinismo. Regresó a Cracovia cambiado: “Un nuevo horizonte se 
apareció ante mí – confiesa en sus memorias – Desde ese mismo instante 
trabajaría en secreto. Mi obsesión será alcanzar los cielos, pero para 
ello debía actuar”. Fue Samuel Beckett quien le sirvió de inspiración. 
Beckett, en uno de sus textos, afirma lo siguiente: “Desde este mismo 
momento nunca haré otra cosa que no sea actuar. No, no debo empezar 
exagerando. Pero, de ahora en adelante, actuaré gran parte del tiempo; 
la mayor parte, si puedo. Sin embargo, a lo mejor no lo conseguiré más 
de lo que lo he conseguido hasta ahora. A lo mejor , como hasta ahora, 
me encontraré abandonado, a oscuras, sin nada con lo que actuar. 
Entonces actuaré conmigo. Haber sido capaz de concebir semejante plan 
resulta alentador”. Y entonces, Sternfeld actuó y actuó, posiblemente 
hasta el final de sus días. Era su vida la que estaba en juego; la 
policía política estalinista no le perdonaría sus contactos con la 
bohemia francesa, su desazón y perdida de fe en los ideales de la 
Revolución. ¿Estaría actuando también cuando concedió una entrevista 
instantes después del lanzamiento del Sputnik? ¿Actuó cuando participó 
en una rueda de prensa internacional donde lo vemos flanqueado por altos
 cargos del gobierno? posiblemente.
Entre 
aquellos primeros amigos con los que entabló gran amistad destacaba, 
precisamente, con el escritor escocés, que entonces vivía en París, 
Alexander Trocchi. En aquel tiempo, Trocchi había comenzado a escribir El Libro de Caín,
 cuyo proceso de redacción y ensamblaje duró muchos años y acabó 
publicándose en 1960. En esta obra, retrata la vida de un drogadicto 
alucinado (y cuando me refiero a alucinado quiero decir que estamos ante
 un hombre alucinante). Su nihilismo es sin duda un nihilismo 
revolucionario. El yonqui, a diferencia de los textos de su colega 
William Burroughs, es un ser en lucha constante. Su decrepitud adquiere 
una consciencia, un carácter de enfrentamiento activo y no pasivo contra
 todo lo decente. A esta tarea se encaminó Trocchi. Desde entonces, 
Trocchi y Sternfeld compartieron decenas de cartas, regalos mutuos, 
encuentros y noches que se prolongaron hasta el amanecer. Ambos parecen 
ser la misma persona. Si Trocchi afirma que “no hay nihilismo más 
sistemático que el del yonqui en los Estados Unidos”, encontramos una 
idea semejante en las memorias de Sternlefd, cuando, a propósito de su 
frustración por no mostrase tal y como era, reconoció tristemente que 
“no existe mayor desconsuelo y nihilismo, que ser un científico 
anarquista en la Unión Soviética”.
Pero antes
 de Trocchi, fue otro escritor el que logró emocionarlo y despertar su 
interés por el mundo subterráneo. Burroughs, cuya obra puede leerse como
 una constante confrontación entre la libertad y su negación, y que 
utiliza como metáfora en numerosos pasajes que hablan de la policía del 
pensamiento, la misma guerra fría, fue devorada por un Sternfeld 
enamorado de aquel hombre con pinta de funcionario. Burroughs manifestó 
que “los científicos son los drogados de la realidad. Siempre tienen que
 tener algo real en las manos”. Y entonces Sternfeld se sintió un 
traidor hacia sí mismo. Aquellas palabras lo delataban. Comenzó una 
profunda depresión, lenta y sistemática, que sin duda debió ser 
terrible.
Justo 
antes del lanzamiento del Sputnik (entre 1954 y 1957) aumentó la 
correspondencia con Trocchi y otros más. Trocchi, gracias a su nuevo 
amigo, desarrolló un enorme interés por la cosmonáutica, un interés que 
acabo traduciéndose en la gran frase que pronunció Trocchi durante la 
famosa Conferencia de Edimburgo de 1962: “Somos cosmonautas del espacio 
exterior” y que posteriormente Burroughs la hizo suya. Y no sólo él, 
sino también su colega ruso. Los dos inquebrantables amigos eran 
cosmonautas, cowboys interestelares. Trocchi, el cosmonauta del espacio 
interior; Sternfeld, el viajero exterior.
Desde entonces, encontramos numerosas referencias a la cosmonáutica más allá de la cosmonáutica.
 Este fue el caso de Eduardo Rothe, quien se tomó todo aquello de otra 
manera. Existen varias misivas entre el venezolano y Sternfeld, donde 
puede verse la pasión secreta por un cosmos donde la tecnología 
liberaría al hombre de las cadenas del capitalismo. El espacio 
representaba la máxima utopía. Así, podemos entender el ardor 
tecnológico de Rothe, influenciado por Sternfeld, cuando afirmó que “los
 hombres entrarán en el espacio para hacer del universo el terreno 
lúdico de la última revuelta: la dirigida contra las limitaciones que 
impone la naturaleza. Y, derribados los muros que separan hoy a los 
hombres de la ciencia, la conquista del espacio ya no será una escalada 
económica o militar, sino una floración de libertades y realizaciones 
humanas conseguidas por una raza de dioses”. También su huella alcanzó a
 Uwe Lausen, integrante de la Internacional Situacionista, quién, en 
enero de 1963, afirmó que “los situacionistas no son cosmopolitas. Son 
cosmonautas. Osan lanzarse a espacios desconocidos para construir en 
ellos zonas habitables para hombres no simplificables e irreductibles”.
Todo 
misterio acaba por revelarse. No existe el crimen perfecto. Siempre hay 
huellas, vestigios, pistas, evidencias. Sirva como colofón a esta 
historia casi de amor, una carta que cruzó Europa el mismo día en que el
 Sputnik atravesaba el espacio interestelar. Fue entonces cuando 
Sternfled, emocionado, rindió un sentido homenaje a su eterno amigo 
Trocchi, desvelándonos por fin el misterio de las últimas palabras que 
pronunciaría antes de morir: “compañero de viaje”. Esta carta dice lo 
siguiente: “Querido amigo. El futuro nos espera. Caín o Abel. Todos 
somos uno u otro, por eso espero que tú sepas que toda historia es un 
continuo ir y venir [ilegible] que todo es posible, que ya nuestra 
amistad está en otro lugar. Por esta razón, espero que al ver la imagen 
de mi ingenio llamado Sputnik veas también tu propio reflejo, nuestro 
sueño de ser cowboys interestelares. Esta es mi ofrenda, para ti, mi 
querido Alexander: en ruso, Sputnik significa “compañero de viaje”. Tu 
compañero de viaje, Ary Sternfeld”.
(*) Prólogo leído durante el Primer Maratón de Libros Inexistentes
 (Madrid, febrero, 2013). Tal y como se afirmaba en la convocatoria, 
participé junto a “un grupo de escritores y submarinistas, sumergidos a 
pleno pulmón en territorios imaginarios, siguiendo la estela de 
Stanislaw Lem o Borges, creadores ambos de bibliotecas que jamás fueron 
escritas [...] El plan es sencillo: cada participante expondrá 
brevemente el prólogo de un libro ¡que nunca ha sido escrito! pero que 
le hubiera gustado que así fuese… La Felguera Editores se ha inspirado 
en las ideas de gente como Lem o Borges, entre muchos otros, que en sus 
escritos soñaron, reflexionaron o escribieron sobre volúmenes que jamás 
existieron, novelas imaginarias, bibliotecas infinitas, ideas que un día
 desearon que alguien se hubiera atrevido a realizar”
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