La palabra “autonomía” ha estado relacionada con la causa de la
emancipación del proletariado desde hace tiempo. En el Manifiesto
Comunista Marx definía al movimiento obrero como “el movimiento autónomo
de la inmensa mayoría en provecho de la inmensa mayoría”. Más tarde,
pero basándose en la experiencia de 1848, en “La Capacidad Política de
la Clase Obrera” Proudhon afirmaba que para que una clase actuase de
manera específica había de cumplir los tres requerimientos de la
autonomía: que tuviera consciencia de si misma, que como consecuencia
afirmase “su idea”, es decir, que conociese “la ley de su ser” y que
supiese “expresarla por la palabra y explicarla por la razón”, y que de
esa idea sacase conclusiones prácticas. Tanto Marx como Proudhon habían
sido testigos de la influencia de la burguesía radical en los rangos
obreros y trataban de que el proletariado se separase políticamente de
ella. La autonomía obrera quedó definitivamente expresada en la fórmula
de la Primera Internacional: “la emancipación de los trabajadores será
obra de ellos mismos”.
En la etapa posterior a la insurrección de La Commune de Paris y
dentro de la doble polémica entre legalistas y clandestinos,
colectivistas y comunistas, que dividía al movimiento anarquista, la
cuestión de la autonomía derivaba hacia el problema de la organización.
En condiciones de retroceso revolucionario y de represión creciente, la
publicación anarquista de Sevilla La Autonomía defendía en 1883 la
independencia absoluta de las Federaciones locales y su organización
secreta. Los comunistas libertarios elevaban la negación de la
organizacion de masas a la categoria de principio. Los colectivistas
catalanes escribían en la Revista Social que “los comunistas anárquicos
no aceptan más que la organización de grupos y no tienen organizadas
secciones de oficios, federaciones locales ni comarcales […]. La
constitución de grupos aislados, tan completamente autónomos como sus
individuos, que muchas veces no estando conformes con la opinión de la
mayoría, se retiran de un grupo para constituir otro…” (n° 12. 1885,
Sants). El concepto de la autonomía se desplazaba hacia la organización
revolucionaria. En 1890 exisíia en Londres un grupo anarquista de
exiliados alemanes cuyo órgano de expresion La Autonomia hacía
efectivamente hincapié en la libertad individual y en la independencia
de los grupos. Frente al reformismo de la política socialista y el
aventurerismo de la propaganda por el hecho que caracterizó un periodo
concreto del anarquismo, volvió a plantearse la cuestión de la autonomía
obrera, es decir, del movimiento independiente de los trabajadores. Así
surgió el sindicalismo revolucionario, teoria que propugnaba la
autoorganización obrera a través de los sindicatos, libres de cualquier
tutela ideológica o política. Mediante la táctica de la huelga general,
los sindicatos revolucicnarios aspiraban a ser órganos insurreccionales y
de emancipación social. Por otro lado, las revoluciones rusa y alemana
levantaron un sistema de autogobierno obrero, los consejos de obreros y
soldados. Tanto los sindicatos como los consejos eran organismos
unitarios de clase, solo que los primeros eran más apropiados para la
defensa y los segundos para el ataque, aunque unos y otros desempeñaron
ambas funciones. Los dos conocieron sus limites históricos y ambos
sucumbieron a la burocratización y a la recuperación. También la
cuestión de la autonomia alcanzó los modos de expropiación en el periodo
revolucionario. En 1920 el marxista consejista Karl Korsch designaba la
“autonomía industrial” como una forma superior de socialización que
vendría a coincidir con la “colectivización” anarcosindicalista y con lo
que en los años sesenta se llamo autogestión.
También el pensamiento burgués recurrió al concepto. Kant hablaba de
autonomía en referencia al individuo consciente. “Autónomo” era el
burgués idealizado como lo es hoy el hombre de Castoriadis. Al ciudadano
responsable de una sociedad capaz de dotarse de sus propias leyes este
gelatinoso ideólogo le llama “autónomo” (como los diccionarios). Además,
a las palabras “autonomía” o “autónomo” se las puede encontrar en boca
de un ciudadanista o de un nacionalista, pronunciadas por un
universitario toninegrista o dicha por un okupa…. Definen pues
realidades diferentes y responden a conceptos distintos. Los Comandos
Autónomos Anticapitalistas se llamaron asi en 1976 para señalar su
carácter no jerárquico y sus distancias con ETA, pero en otros ámbitos,
“autónomo” es como se llama aquél que rehuye calificarse de anarquista
para evitar el reduccionismo que implica esa marca, y “autónomo” es
ademas el entusiasta de Hakim Sey o el partidario de una moda italiana
de la que existen vanas y muy desiguales versiones, la peor de todas
inventada por el profesor Negri en 1977 cuando era leninista creativo…
La autonomía obrera tiene un significado inequívoco que se muestra
durante un periodo de la historia concreto: como tal, aparece en la
península a principios de los setenta en tanto que conclusión
fundamental de la lucha de clases de la decada anterior.
LOS AÑOS PREAUTONÓMICOS
No es casual que cuando los obreros comenzaban a radicalizar su
movimiento reivindicaran su “autonomía”, es decir, la independencia
frente a representaciones exteriores, bien fueran la burocracia vertical
del Estado, los partidos de oposición o los grupos sindicales
clandestinos. Pues para ellos de eso se trataba, de actuar en conjunto,
de llevar directamente sus propios asuntos con sus propias normas, de
tomar sus propias decisiones y de definir su estrategia y su táctica de
lucha, en suma, de constituirse como clase revolucionana. El movimiento
obrero moderno, es decir, el que apareció tras la guerra civil, arrancó
en los años sesenta una vez agotado el que representaban las centrales
CNT y UGT. Lo formaron mayoritariamente obreros de extracción campesina,
emigrados a las ciudades y alojados en barrios periféricos de “casas
baratas”, bloques de patronatos y chabolas. Desde 1958, inicio del
primer Plan de Desarrollo franquista, la industria y los servicios
experimentaron un fuerte auge que se tradujo en una oferta generalizada
de trabajo. Sobrevino la despoblación de las áreas rurales y la muerte
de la agricultura tradicional, alumbrándose en los núcleos urbanos
barriadas obreras de nuevo cuño. Las condiciones de explotación de la
población obrera de entonces -bajos salarios, horarios prolongados,
malos alojamientos, lugar de trabajo alejado, deficientes
infraestructuras, analfabetismo, hábitos de servidumbre- hacían de ella
una clase abandonada y marginal que, no obstante, supo abrirse camino y
defender su dignidad a bocados. La protesta se coló por las iglesias y
por los resquicios del Sindicato Vertical que pronto se revelaron
estrechos y sin salida. En Madrid, Vizcaya, Asturias, Barcelona y otros
lugares, lxs obrerxs, junto con sus representantes elegidos en el marco
de la ley de jurados, comenzaron a reunirse en asambleas para tratar
cuestiones laborales, estableciendo una red informal de contactos que
dio pie a las originales “Comisiones Obreras”. Dichas comisiones se
movían dentro de la legalidad, aunque, dados sus límites, se salían
frecuentemente de ella o se la saltaban si era necesario. La estructura
informal de las Comisiones Obreras, su autolimitación reivindicativa y
su cobertura catolicovertical, en una época intensamente represiva,
fueron eficaces en los primeros momentos; a la sombra de la ley de
convenios, las Comisiones llevaron a cabo importantes huelgas, creadoras
de una nueva conciencia de clase. Pero en la medida en que dicha
conciencia ganaba en solidez, se contemplaba la lucha obrera no
simplemente contra el patrón, sino contra el capital y el Estado
encarnado en la dictadura de Franco. El objetivo final de la lucha no
era más que el “socialismo”, o sea, la apropiación de los medios de
producción por parte de los mismos trabajadores. Despues de Mayo del 68
ya se habló de “autogestión”. Las Comisiones Obreras habían de asumir
ese objetivo y radicalizar sus métodos abriéndose a todos los
trabajadores. Pronto se dio cuenta el régimen franquista del peligro y
las reprimió; pronto se dieron cuenta los partidos con militantes
obreros -el PCE y el FLP- de su utilidad como instrumento político y las
recuperaron.
La única posibilidad de sindicalismo era la ofrecida por el régimen,
por lo que el PCE y sus aliados católicos aprovecharon la ocasión
construyendo un sindicato dentro de otro, el oficial. El ascenso de la
influencia del PCE a partir de 1968 asentó el reformismo y conjuró la
radicalización de Comisiones. Las consecuencias habrían sido graves si
la incrustación del PCE no hubiera sido relativa: por un lado la
representación obrera se separaba de las asambleas y escapaba al control
de la base. El protagonismo recaía en exclusiva sobre los supuestos
lideres. Por otro lado el movimiento obrero se circunscribía en una
práctica legalista, soslayando en lo posible el recurso a la huelga,
solamente empleado como demostración de fuerza de los dirigentes. La
lucha obrera perdía su carácter anticapitalista recién adquirido.
Finalmente se despolitizaba la lucha al tutelar los comunistas la
orientación del movimiento. Los objetivos políticos pasaban de ser los
del “socialismo” a los de la democracia burguesa. La jugada estaba
clara: las “Comisiones Obreras” se erigían en interlocutores únicos de
la patronal en las negociaciones laborales, ninguneando a los
trabajadores. Ese pretendido diálogo sindical no era más que el reflejo
del diálogo político-institucional perseguido por el PCE. El reformismo
estalinista no triunfó, pero provocó la división del movimiento obrero
arrastrando a la fracción más moderada y proclive al aburguesamiento;
sin embargo, la conciencia de clase se había desarrollado lo suficiente
como para que los sectores obreros más avanzados defendieran primero
dentro, y después fuera de Comisiones, tácticas más congruentes,
impulsando organizaciones de base más combativas llamadas según los
lugares “comisiones obreras de fábrica”, “plataformas de comisiones”,
“comites obreros” o “grupos obreros autónomos”. Por primera vez la
palabra “autónomo” surgía en el area de Barcelona para subrayar la
independencia de un grupo partidario de la democracia directa de los
trabajadores frente a los partidos y a cualquier organización
vanguardista. Además habiendo permitido los resquicios de una ley la
creación de asociaciones de vecinos, la lucha se trasladó a los barrios y
entró en el ambito de la vida cotidiana. Del mismo modo, en las
barriadas y los pueblos , se planteó la alternativa de permanecer en el
marco institucional de las asociaciones o de organizar comites de barrio
e ir a la asamblea de barrio como órgano representaivo.
EL MOMENTO DE LA AUTONOMÍA
La resistencia del régimen franquista a cualquier veleidad reformista
hizo que las huelgas a partir de la del sector de la construcción en
Granada, en 1969, fuesen siempre salvajes y duras, imposibles de
desarrollarse bajo la legalidad que querían mantener los estalinistas.
Los obreros anticapitalistas entendían que lejos de amontonarse a las
puertas de la CNS esperando los resultados de las gestiones de los
representantes legales, lo que había que hacer era celebrar asambleas en
las mismas fábricas, en el tajo o en el barrio y elegir allí a sus
delegados, que no habían de ser permanentes, sino revocables en todo
momento. Aunque solo fuera para resistir a la represión, un delegado
debía durar el tiempo entre dos asambleas, y un comité de huelga, el
tiempo de una huelga. La asamblea era soberana porque representaba a
todos los trabajadores. La vieja táctica de obligar al patrón a negociar
con delegados asamblearios “ilegales” extendiendo la lucha a todo el
ramo productivo o convirtiendo la huelga en huelga general mediante los
“piquetes”, es decir la “acción directa”, conquistaba cada vez más
adeptos. Con la solidaridad la conciencia de clase hacía progresos,
mientras que las manifestaciones verificaban ese avance cada vez más
escandaloso. Los obreros habían perdido el miedo a la represión y le
hacían frente en la calle. Cada manifestación era no sólo una protesta
contra la patronal sino que, al ser tenida como una alteración del orden
público, era una desautorización política del Estado. Ahora, el
proletariado si quería avanzar tenía que separarse de todos los que
hablaban en su nombre -que con la aparición de los grupos y partidos a
la izquierda del PCE eran legión- y pretendían controlarlo. Debia
“autoorganizarse”, o sea, “conquistar su autonomía”, como se dijo en
Mayo del 68 y rechazar las pretensiones dirigentes que se atribuían el
PCE y las demás organizaciones leninistas. Entonces empezó a hablarse de
la “autonomía proletaria”, de “luchas autónomas”, entendiendo por ello
las luchas realizadas al margen de los partidos y sindicatos y de
“grupos autónomos”, grupos de trabajadores revolucionarios llevando una
actividad práctica autónoma en el seno de la clase obrera con el
objetivo claro de contribuir a su “toma de conciencia”. Salvando las
distancias históricas e ideológicas, los grupos autónomos no podían ser
diferentes de aquellos grupos de “afinidad” de la antigua FAI la de
antes de 1937. Solo que aquellos “sindicatos únicos” entre los que se
movían ni eran posibles ni tampoco deseables.
Los primeros setenta acabaron el proceso de industrialización
emprendido por los tecnócratas franquistas con el resultado no deseado
de la cristalización de una nueva clase obrera cada vez más convencida
de sus posibilidades históricas y más dispuesta a la lucha. El miedo al
proletariado empujaba el régimen franquista al autoritarismo perpétuo
contra el que conspiraban incluso los nuevos valores burgueses y
religiosos. La muerte del dictador aflojó la represión justo lo
suficiente como para que se desencadenase un proceso imparable de
huelgas en todo el país. El reformismo sindical estalinista fue
completamente desbordado. La continua celebración de asambleas con la
finalidad de resolver los problemas reales de los trabajadores en la
empresa, en el barrio y hasta en su casa de acuerdo con sus intereses de
clase más elementales , no tenía ante sí a ningún aparato burocrático
que la frenase. Los enlaces de Comisiones y los responsables comunistas
no eran tolerados sino en la medida en que no incomodaban, viéndose
obligados a fomentar las asambleas si querían ejercer el menor control.
Las masas trabajadoras empezaban a ser conscientes del papel de sujeto
principal en el desarrollo de los acontecimientos y rechazaban una
reglamentación político-sindical de los problemas que concernían a su
vida real. En 1976 las ideas de autoorganización, autogestión
generalizada y revolución social podían revestir fácilmente una
expresión de masas inmediata. Así, las vías que conducían a las mismas
quedaban abiertas. La dinámica social de las asambleas empujaba a los
obreros a tomar en sus manos todos los asuntos que les concernían,
empezando por el de la autonomía. Numerosos consejos de fábrica se
constituyeron, conectados con los barrios. Ese modo de acción autónoma
que llevaba a las masas a salir del medio laboral y a pisar sembrados
que hasta entonces parecían ajenos debió causar verdadero pánico en la
clase dominante, puesto que ametralló a los obreros en Vitoria, liquidó
la reforma continuista del franquismo, disolvió el sindicato vertical
con las Comisiones adentro y legalizó a los partidos y sindicatos. El
Pacto de La Moncloa de todos los partidos y sindicatos fue un pacto
contra las asambleas. No nos detendremos a narrar las peripecias del
movimiento asambleario, ni en contar el número de obreros caidos: baste
con afirmar que el movimiento fue derrotado en 1978 después de tres años
de arduos combates. El Estatuto de los Trabajadores promulgado por el
nuevo régimen “demócratico” en 1980 sentenció legalmente las asambleas.
Las elecciones sindicales proporcionaron un contingente de profesionales
de la representación que con la ayuda de asambleistas contemporizadores
secuestraron la dirección de las luchas. Eso no significa que las
asambleas desapareciesen, lo que realmente desapareció fueron su
independencia y su capacidad defensiva, y tal extravio fue seguido de
una degradación irreversible de la conciencia de clase que ni la
resistencia a la reestructuración económica de los ochenta pudo detener.
AUTONOMÍA Y CONSEJOS OBREROS
La teoría que mejor podía servir a la autonomía obrera no era el
anarcosindicalismo sino la teoría consejista. En efecto, la formación de
“sindicatos únicos” correspondía a una fase del capitalismo español
completamente superada en la que predominaba la pequeña empresa y una
mayoría campesina subsistía al margen. El capitalismo español estaba
entonces en expansión y el sindicato era un organismo proletario
eminentemente defensivo. Los que conocen la historia previa a la guerra
civil saben los problemas que causó la mentalidad sindical cuando los
obreros tuvieron que defenderse del terrorismo patronal en 1920-24, o
cuando hubieron de resistirse a los organisnos estatales corporativos
que quiso implantar la Dictadura de Primo de Rivera; y también en el
periodo 1931-33, cuando los obreros trataron de pasar a la ofensiva
mediante insurrecciones. Organizar sindicatos en 1976, aunque fuesen
“únicos”, con un capitalismo desarrollado y en crisis, significaba
integrar a los trabajadores en el mercado laboral a la baja. Prolongar
la tarea de las Comisiones Obreras en el franquismo. El sindicalismo, si
se llamaba revolucionario, no tenía otra opción que actuar dentro del
capitalismo a la defensiva. La “acción directa”, la “democracia directa”
ya no eran posibles a la sombra de los sindicatos. Las condiciones
modernas de lucha exigían otra forma de organización de acuerdo con los
nuevos tiempos porque ante una ofensiva capitalista paralizada el
proletariado tenía que pasar al ataque. Las asambleas, los piquetes y
los comites de huelga eran los organismos unitarios adecuados. Lo que
les faltaba para llegar a Consejos Obreros era una mayor y más estable
coordinación y la conciencia de lo que estaban haciendo. En algún
momento se consiguió: en Vitoria, en Elche, en Gavá… pero no fue
suficiente. ¿En qué medida pues la teoria consejista en tanto que
expresión teórica más real del movimiento obrero sirvió para que “la
clase llamada a la acción” tomase conciencia de la naturaleza de su
proyecto indicándole el camino? En muy poca. La teoria de los Consejos
tuvo muchos más practicantes inconscientes que partidarios. Las
asambleas y los comités representativos eran órganos espontaneos de
lucha todavía sin conciencia plena de ser, al mismo tiempo órganos
efectivos de poder obrero. Con la extensión de las huelgas las funciones
de las asambleas se ampliaban y abarcaban cuestiones extralaborales. El
poder de las asambleas afectaba a todas las instituciones del Capital y
el Estado, incluidos los partidos y sincicatos, que trabajaban
conjuntamente para desactivarlo. Parece que los únicos en no darse
cuenta de ello fueron los propios obreros. La consigna “Todo el poder a
las asambleas” o significaba “ningún poder a los partidos, a los
sindicatos y al Estado”, o no significaba nada. Al no plantearse
seriamente los problemas que su propio poder levantaba, la ofensiva
obrera no acababa de cuajar. Los trabajadores podían con menos desgaste
renunciar a su antisindicalismo primario y servirse de los
intermediarios habituales entre Capital y Trabajo, los sindicatos. En
ausencia de perspectivas revolucionarias las asambleas acaban por ser
inútiles y aburridas, y los Consejos Obreros, inviables. El sistema de
Consejos no funciona sino como forma de lucha de una clase obrera
revolucionaria, y en 1973 la clase volvía la espalda a una segunda
revolución.
LAS MALAS AUTONOMÍAS
Un error estratégico descomunal que sin duda contribuyó a la derrota,
fue la decisión de la mayoría de activistas autónomos de las fábricas y
los barrios de participar en la reconstrucción de la CNT con la ingenua
convicción de crear un aglutinante de todos los antiautontarios. Un
montón de trabajo colectivo de coordinación se evaporó. La experiencia
resultó fallida en muy corto espacio de tiempo pero el precio que se
pagó en desmovilización fue alto. La CNT trató de sindicalizar el
asambleismo obrero de diversas maneras según de qué fracción se tratara,
contribuyendo a su asfixia. También puso su grano de arena en la
derrota mencionada el obrerismo obtuso que se manifestó en la tendencia
“por la autonomía de la clase”, partidaria de colaborar con los
sindicatos y de encajonar las asambleas en el terreno sindical de las
reivindicaciones parciales separadas. La última palabra de esa linea
militante fue la autogestión de la miseria (trasformación de fábricas en
quiebra en cooperativas, candidaturas electorales “autónomas”,
representación “mixta” asamblea-sindicato, lenguaje conciliador,
tolerancia con la religión, etc.). Es propio de los tiempos en que los
revolucionarios tienen razón que los mayores enemigos del proletariado
se presenten como partidarios de las asambleas para mejor sabotearlas.
Ese fue el caso de docenas de grupúsculos y “movimientos” seudoautónomos
y seudoconsejistas que aspiraban a ejercer de mediadores entre los
obreros asamblearios y los sindicatos. Sin embargo, poca influencia tuvo
la autonomía “a la italiana”, pues su importación como ideología
leninistoide tuvo lugar al final del periodo asambleario y la
intoxicación ocurrió post festum. En realidad, lo que se importó no
fueron las prácticas del movimiento de 1977 en varias ciudades italianas
bautizado como Autonomia Operaia, sino la parte más retardataria y
espectacular de dicha “autonomía”, la que correspondía a la
descomposición del bolchevismo milanés -Potere Operaio- especialmente
las masturbaciones literarias de los que fueron señalados por la prensa
como líderes, a saber, Negri, Piperno, Scalzone… En resumen, muy pocos
grupos fueron consecuentes en la defensa activa de la autonomia obrera
aparte de los Trabajadores por la Autonomía Proletaria (consejistas
libertarios), algunos colectivos de fábrica (por ejemplo, los de
FASA-Renault, los de Roca radiadores, los estibadores del puerto de
Barcelona…) y los Grupos Autónomos. Detengámonos en estos últimos.
LA AUTONOMÍA ARMADA
La organización ‘1000′ o “MIL” (Movimiento Ibérico de Liberación)
pionera en tantas cosas, se autodenominó en 1972 “Grupos Autónomos de
Combate” (GAC). La lucha armada debutaba con la finalidad de apoyar a la
clase obrera para radicalizarla, no para sustituirla. Asi de
“autónomos” se consideraron después los grupos que se coordinaron en
1974 para sostener y liberar a los presos del MIL- que la policía
denominó OLLA- y los grupos que siguieron en 1976, quienes tras un
debate en la prision de Segovia adoptaron el nombre de “Grupos
Autónomos” o GGAA (en 1979). Sin ánimo de dar lecciones a toro pasado
señalaremos no obstante que el considerarse una parte del embrión del
futuro “ejército de la revolución” o la “fracción armada del
proletariado revolucionario” era algo, además de criticable, falso de
principio. Todos los grupos, practicasen o no la lucha armada, eran
grupos separados que no se representaban más que a si mismos, eso es lo
que realmente quiere decir ser “autónomos”. Autonomía que, dicho sea de
paso, había que poner en entredicho al existir en el MIL una
especialización de tareas que dividía a sus miembros en teóricos y
activistas. El proletariado se representa a si mismo como clase a través
de sus propios órganos. Y nunca se arma sino cuando lo necesita, cuando
se dispone a destruir el Estado. Pero entonces no se arma una fracción
sino toda la clase, formando sus milicias, “el proletariado en armas”.
La existencia de grupos armados, incluso al servicio de las huelgas
salvajes, no aportaba nada a la autonomía de la lucha por cuanto que se
trataba de gente al margen de la decisión colectiva y fuera del control
de las asambleas. Eran un poder separado, y más que una ayuda un peligro
si eran infiltrados por algún confidente o provocador. En la fase en
que se encontraba la lucha, bastaban los piquetes. La identificación
entre lucha armada y radicalización era abusiva. La práctica más radical
de la lucha de clases no eran las expropiaciones o los petardos en
empresas y sedes de organismos oficiales. Lo realmente radical era
aquello que ayudaba al proletariado a pasar a la ofensiva: la
generalización de la insubordinación contra toda jerarquía, el sabotaje
de la producción y el consumo capitalistas, las huelgas salvajes, los
delegados revocables, la coordinación de las luchas, su autodefensa, la
creación de medios informativos especificamente obreros, el rechazo del
nacionalismo y del sindicalismo, las ocupaciones de fábricas y edificios
publicos, las barricadas… La aportación a la autonomía del proletariado
de los grupos mencionados quedaba limitada por su posición voluntarista
en la cuestión de las armas.
En el caso particular de los Grupos Autónomos consta que deseaban
situarse en el interior de las masas y que perseguían su radicalización
máxima, pero las condiciones de clandestinidad que imponía la lucha
armada les alejaban de ellas. Eran plenamente lúcidos en cuanto a lo que
podía servir a la exprensión de la lucha de clases, es decir, en cuanto
a la autonomía proletaria. Conocían la herencia de Mayo del 68 y
condenaban toda ideología como elemento de separación, incluso la
ideología de la autonomía, puesto que en los periodos ascendentes los
enemigos de la autonomía son los primeros en declararse por la
autonomía. Según uno de sus comunicados, la autonomía del grupo
simplemente era “no sólo una práctica común basada en un mínimo de
acuerdos para la acción, sino también en una teoría autónoma
correspondiente a nuestra manera de vivir, de luchar y de nuestras
necesidades concretas”. Se llegaron a sacar la “L” de libertarios para
evitar ser etiquetados y caer en la oposición espectacular
anarquismo-marxismo. También para no ser recuperados por la CNT en tanto
que anarquistas, organización a la que por sindical corsideraban
burocrática, integradora y favorabe a la existencia del trabajo
asalariado y en consecuencia, del capital. No tenían vocación de
permanencia como los partidos porque rechazaban el poder; todo grupo
verdaderamente autónomo se organizaba para unas tareas concretas y se
disolvía cuando dichas tareas finalizaban. La represión les puso abrupto
fin pero su práctica resulta, tanto en sus aciertos como en sus fallos,
ejemplar y por lo tanto, pedagógica.
LA TÁCTICA AUTÓNOMA
Entre los ambientes proletarios de los sesenta y setenta y el mundo
tecnificado y globalizado media un abismo. Vivimos una realidad
histórica radicalmente diferente creada sobre las ruinas de la anterior.
El movimiento obrero se esfumó, por eso hablar de “autonomía”, ibérica o
no, no tiene sentido si con ello tratamos de adherirnos a una figura
inexistente del proletariado y edificar sobre ella un programa de acción
fantasmagórico, basada en una ideología hecha de pedazos de otras. En
el peor de los casos significaría la resurrección del cadáver leninista y
de la idea de “vanguardia”, lo más opuesto a la autonomía. Tampoco se
trata de distraerse en el ciberespacio, ni en el “movimiento de
movimientos”, exigiendo la democratización del orden establecido
mediante la participación en sus instituciones de los pretendidos
representantes de la sociedad civil. No hay sociedad civil, dicha
“sociedad” se halla disgregada en sus componentes básicos: los
individuos, y éstos no sólo están separados de los resultados y
productos de su actividad, sino que están separados unos de otros. Toda
la libertad que la sociedad capitalista pueda ofrecer reposa, no en la
asociación entre individuos autónomos sino en su separación y
desposesión más completa, de forma que un individuo descubra en otro no
un apoyo a su libetad sino un competidor y un obstáculo. Esa separación
la técnica digital viene a consumarla en tanto que comunicación virtual.
Los individuos entonces para relacionarse dependen absolutamente de los
medios técnicos, pero lo que obtienen no es un contacto real sino una
relacion en el éter. En el extremo los individuos adictos a los aparatos
son incapaces de mantener relaciones directas con sus semejantes. Las
tecnologías de la información y de la comunicación han llevado a cabo el
viejo proyecto burgués de la separación total de los individuos entre
si y a su vez han creado la ilusión de una autonomía individual gracias
al funcionamiento en red que aquellas han hecho posible. Por una parte
crean un individuo totalmente dependiente de las máquinas, y por lo
tanto perfectamente controlable; por la otra, imponen las condiciones en
las que se desenvuelve toda actividad social, le marcan los ritmos y
exigen una adaptación permanente a los cambios. Quien ha conquistado la
autonomía no es pues el individuo sino la técnica. A pesar de todo , si
la autonomía individual es imposible en las condiciones productivas
actuales, la lucha por la autonomía no lo es, aunque no deberá reducirse
a un descuelgue del modo de sobrevivir capitalista técnicamente
equipado. Negarse a trabajar, a consumir, a usar artefactos, a ir en
vehículo privado, a vivir en ciudades, etc., constituye de por si un
vasto programa, pero la supervivencia bajo el capitalismo impone sus
reglas. La autonomía personal no es simple autosuficiencia pagada con el
aislamiento y la marginación de los que se escape con la telefonía
móvil y el correo electrónico. La lucha contra dichas reglas y
constricciones es hoy el abecedario de la autonomía individual y tiene
ante si muchas vías, todas legítimas. El sabotaje será complementario
del aprender un oficio extinguido o del practicar el trueque. Lo que
define la autonomía de alguien respecto al Poder dominante, es su
capacicad de defensa frente al mismo. En cuanto a la acción colectiva,
hoy resultan imposibles los movimientos conscientes de masas, porque no
hay conciencia de clase. Las masas son exactamente lo contrario de las
clases. Sin clase obrera es absurdo hablar de “autonomía obrera”, pero
no lo es hablar de grupos autónomos. Las condiciones actuales no son tan
desastrosas como para no permitir la organización de grupos con vistas a
acciones concretas defensivas. El avance del capitalismo espectacular
se efectua siempre como agresión, a la que hay que responder donde se
pueda: contra el TAV, los parques eólicos, las incineradoras, los campos
de golf, los planes hidrológicos, los puertos deportivos, las
autopistas, las lineas de alta tensión, las segundas residencias, las
pistas de esquí, los centros comerciales, la especulación inmobiliaria,
la precariedad, los productos transgénicos… Se trata de establecer
lineas de resistencia desde donde reconstruir un medio refractario al
capital en el que cristalice de nuevo la conciencia revolucionaria. Si
el mundo no está para grandes estrategias, sí lo está en cambio para
acciones de guerrilla y la fórmula organizativa más conveniente son los
grupos autónomos. Esa es la autonomía que interesa.
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