“Para cambiar la vida hay que cambiar el espacio”
Henri Lefebvre
Henri Lefebvre
No existe espacio natural. Todo espacio
es espacio social; implica, contiene y disimula relaciones sociales. Las
relaciones sociales tienen una existencia espacial; se proyectan en el
espacio y se inscriben en él produciéndolo. Como son capitalistas, el
espacio social tiende a ser espacio del capital, su campo de acción y el
soporte de su acción. El capital lo fagocita, rompiéndolo y reuniendo
los pedazos, vaciándolo de sujeto y poblándolo con un sujeto abstracto,
sumiso y domesticado. La sociedad urbana sustituye y sucede a la
sociedad de clases a cuando el capital completa la unificación y
colonización del espacio. Ha producido y modelado un espacio propio,
abstracto, instrumental y manipulable, y, al mismo tiempo, ha producido y
modelado a sus habitantes, controlando su tiempo. La diferencia entre
éstos y los antiguos proletarios es abismal. Aquellos poseían su espacio
aparte –las barriadas obreras– donde la vida cotidiana, fuera del
mercado, se regía por otro tipo de valores y reglas. El nuevo asalariado
ha sido emancipado de su clase; no se orienta en el espacio urbano por
más referencias que las de la mercancía-espectáculo. Su vida cotidiana
reproduce fielmente sus indicaciones. Como siempre, el lugar que ocupa
depende únicamente de su salario, pero a diferencia de antes, ya no
habita en un espacio colectivo, autónomo y con historia, sino en un
espacio abstracto, vacío de sentido, que los signos y mensajes del poder
han rellenado.
La conurbación, elemento constitutivo de
la sociedad urbana, es ese espacio, resultado del crecimiento
descontrolado de las fuerzas productivas. En su interior todos los
problemas políticos y sociales se agravan y se anulan al mismo tiempo,
pues gracias al bloqueo de la experiencia, la pérdida de memoria y la
incomunicación su percepción es cada vez más problemática. La
conurbación es un espacio enajenado de enclaustración y de
adiestramiento, no hecho para recordar y soñar, sino para olvidar y
adormecer. Como el capitalismo, aquella se edifica sobre crisis:
demográficas, energéticas, financieras, políticas, culturales,
laborales, sanitarias, ambientales, etc.; la crisis es su atmósfera y la
amenaza de colapso su estímulo. Por eso es un espacio policial total,
monitorizado, donde se gestionan los movimientos de sus habitantes. En
las conurbaciones puede automatizarse al máximo la vigilancia
preventiva, incluso puede establecerse, lo mismo que con las mercancías,
una trazabilidad de la población que permita su seguimiento permanente.
Es una necesidad a partir de un determinado nivel crítico de
complicaciones y problemas insolubles. El control de un mundo cada vez
más complejo y centralizado no puede obtenerse más que con la conversión
de los individuos en autómatas, dentro de un espacio que el diseño
urbanístico y las técnicas de seguridad vuelven neutro, transparente,
homogéneo y esterilizado. Un espacio así oscila entre el estadio
deportivo, el centro comercial y la cárcel.
La domesticación casi mecánica de los
individuos en el espacio urbano viene confirmada por la decadencia de
las luchas obreras y vecinales. La condición de asalariado ya no basta
para constituir una identidad o definir un “mundo”. Ya no existe una
ciudad obrera real dentro de una metrópolis burguesa oficial,
coexistiendo y contrastando con ella. Las conurbaciones no tienen
misterio ni “nada que declarar”. En el pasado las asociaciones de
vecinos aspiraban a encajar los barrios periféricos en la urbe
reivindicando servicios y equipamientos elementales. No ponían en duda
el modelo urbano, querían formar parte de él, pero en pie de igualdad
con los distritos céntricos. Sin embargo, ahora la lucha urbana no puede
pararse ahí, acondicionando el escenario de la esclavitud; ha de
cuestionar a fondo la propia conurbación, ha de descapitalizarla. Un
principio antidesarrollista básico dice que una sociedad llena de
capital es una sociedad urbana, por lo que una sociedad vacía de capital
ha de ser una sociedad agraria. Por lo tanto, bajo esa perspectiva, un
espacio urbano liberado será fundamentalmente un espacio desurbanizado.
Ello no significa la desaparición de la ciudad, ya consumada en la
conurbación, sino la superación positiva de la oposición ciudad-campo y
el rechazo radical a la degradación de ambas realidades en un magma
indiscernible. La recuperación de la ciudad, eje del proyecto en el que
se han de inscribir las luchas urbanas, es paradójicamente un proceso
ruralizador.
El antidesarrollismo es hoy por hoy el
único anticapitalismo. Parte de la nocividad intrínseca de la producción
capitalista, lo que lleva a rechazar su reapropiación, punto esencial
de todos los programas socialistas. Sin embargo, la degradación del
antiguo proletariado obstaculiza una toma de conciencia en ese sentido e
impide la clarificación de nuevas estrategias. Si aquél abdicó de su
misión histórica, o sea, renunció a apoderarse de los medios de
producción y distribución, con mayor razón se opondrá a su
desmantelamiento, seguramente por lo que supondría de “pérdida de
puestos de trabajo”. La lucha por el salario y el empleo a menudo se
coloca en el bando de la dominación, debido a que tras la evaporación de
los intereses de clase no prevalecen más que los intereses particulares
y corporativos, contrarios al “desarme industrial” que exige una
sociedad liberada (p.e. la defensa del trabajo a ultranza en las plantas
petroquímicas, en las fábricas de automóviles, en las centrales
nucleares, en la seguridad privada, en la construcción, etc.). El
trabajador conformista e hipotecado nunca cuestiona la naturaleza de su
trabajo, que considera “como cualquier otro”, y prefiere ignorar la
incompatibilidad total entre la producción actual y una sociedad libre.
Además, el trabajo asalariado y el endeudamiento son la forma habitual
de subsistencia en la sociedad urbana y siguen el ritmo expansivo de las
conurbaciones. Van asociados al crecimiento económico, y por
consiguiente, a la destrucción del territorio. El conflicto territorial
tiene objetivamente a los asalariados junto a la patronal y el Estado
(p. e. en la construcción del TAV, de autopistas, de pantanos y
trasvases, de centrales térmicas, de adosados, de campos de golf y
puertos deportivos, de líneas MAT, etc.). Sus intereses inmediatos son
más próximos y no tienen otros.
La lucha urbana toma el relevo de las
lucha obrera pasada, porque, dado que el capital integra perfectamente
cualquier reivindicación del trabajo, la cuestión social no puede
plantearse como cuestión laboral, pero sí como cuestión urbana. Las
contradicciones del régimen capitalista, cada vez menos evidentes en los
lugares de trabajo, se despliegan y hacen visibles en la vida
cotidiana, que alimenta el conflicto urbano. El espacio abstracto del
capital es una fábrica del vivir en serie. La vida cotidiana es un
sector colonizado, invadido por la técnica, el consumismo y el
espectáculo. Es vida privada, incomunicada, aprisionada; prolonga el
trabajo, equivale a trabajo. Por eso la lucha urbana tiene las
características de una lucha de fábrica; sin embargo no reivindica una
privacidad mejor equipada, con el tiempo bien repartido en las
respectivas zonas funcionales, sino una vida al margen del capital,
descolonizada, con su espacio propio, disponiendo de un uso libre del
tiempo. Es una lucha por el espacio, al que hay que reconquistar y dotar
de contenido.
La luchas urbana debe alumbrar un nuevo
sujeto, un nuevo proletariado que se no se niegue afirmándose, sino que
se afirme negándose; que no pretenda universalizar la condición obrera,
sino que la rechace de plano. Si no se pone en tela de juicio el trabajo
mismo, no se cuestionar el capital: el anticapitalismo verdadero es
antiobrerista. Para que un sujeto colectivo o lo que viene a ser lo
mismo, una clase, pueda constituirse, ha de crear su espacio específico
desde donde reunir fuerzas contra la clase adversaria. El espacio del
capital, poblado de asalariados, automovilistas y consumidores, no es el
adecuado. Ha de transformarse, y para hacerlo primero ha de ser
arrebatado al mercado. Ha de dejar de ser un espacio de trabajo, de
consumo, de circulación, de ocio, etc. En el nuevo espacio liberado sus
habitantes han de lograr un grado de autonomía suficiente (en
alimentación, ropa, calzado, educación, transporte, sanidad,
autodefensa, información, etc.). La autonomía es la condición para que
la negación del capitalismo, la clase anticapitalista, pueda darse. El
desarrollo de una logística independiente garantizaría la autonomía de
una colectividad segregada, administrando su tiempo y dominando su
espacio. ¿Es ello posible sin liberar a su vez porciones de territorio?
En las conurbaciones y sistemas urbanos puede darse, por ejemplo, una
relativa autonomía sanitaria o informativa, pero para que exista una
abastecimiento autónomo donde nadie puede producir directamente sus
alimentos, hace falta relacionarse con los productores. La soberanía
alimentaria sería pues el primer eslabón entre las luchas urbanas y la
defensa del territorio. No obstante el éxito de los primeros pasos, el
problema no ha hecho más que empezar. La sociedad urbana tiende a
encarecer la habitación, suprimir los huertos periurbanos, anular los
espacios de uso común y acosar a los disidentes, es decir, tiende a
complicar enormemente los esfuerzos de automarginación y a reducir los
espacios liberados a guetos minúsculos ¿Es posible en esas condiciones
un grado suficiente de segregación y autoexclusión? Depende del momento.
El mercado mundial segrega y excluye por sí mismo, generando en la
conurbación y mucho más en el medio rural un espacio de economía
informal desmonetarizada que las crisis contribuyen a desarrollar. Por
otra parte se generalizan formas discretas de sabotaje del trabajo como
el absentismo ¿Pero puede darse en ese marco un nivel suficiente de
autonomía cultural y política? ¿Puede realmente formarse en su seno un
sujeto revolucionario? El sujeto se recompone como comunidad en la
lucha, pero nunca de golpe. Durante un tiempo es una comunidad sólo en
potencia, porque aunque las luchas urbanas pueden hacerlo emerger, no
tienen envergadura suficiente para consolidarlo. La lucha urbana es
durante ese periodo una lucha de clases en germen; una clase en proceso
de formación se enfrenta a otra ya formada. Para afirmarse por completo
el sujeto ha de segregarse y construir su autonomía y ésta ha de
reflejarse en contra-instituciones. Imposible que lo haga sin extenderse
por el territorio. La segregación laboral y cultural ha de confluir con
una segregación territorial. La negación del trabajo asalariado y del
espectáculo no puede arrancar con efectividad sin la salida del mercado
de amplias porciones de territorio. Para empezar la libertad se erige
sobre bases agrícolas.
Una lucha urbana que quisiera ser
auténtica y no liberara su propio espacio, permanecería en la
abstracción. La lucha que no produce su espacio no va hasta el fin,
fracasa a la hora de crear y acaba en gueto. No cambia la vida, sólo la
ideología. No crea nuevas instituciones, ni proyecta una nueva
arquitectura o concibe un urbanismo liberador. Se manifestará en
escaramuzas contra el mobing, expropiaciones, derribos, expulsiones,
corrupción urbanística, planes parciales, videovigilancia, ordenanzas,
etc., pero no sacará conclusiones, cuestionando la sociedad urbana en su
conjunto y pugnando por otro modelo social distinto. No forjará un
sujeto colectivo, pues solamente las luchas conscientes son capaces de
hacerlo. Una lucha urbana es efectiva sólo si es capaz de aglutinar a
una comunidad de individuos que consiga sustraer su vida cotidiana a los
imperativos capitalistas. El mercado recupera pronto el terreno
perdido, por lo que la lucha ha de prolongarse encadenando conflictos,
lo que no es demasiado difícil, dados los planes de “regeneración
urbana” y museificación de los municipios (recosidos, esponjados,
equipamiento, rehabilitación, reconstrucción, modernización) y los
proyectos constantes de “cinturones” viarios (rondas, túneles, patas,
variantes, accesos, desdoblamientos, ampliaciones o soterramientos). La
lucha urbana es una resistencia a la valorización del suelo y a la
acumulación de beneficios inmobiliarios, una barrera a la remodelación
discriminadora, a la arquitectura fálica, pretenciosa y exhibicionista,
al autoritarismo administrativo… en fin, un frente contra el espacio o
mundo de la mercancía. Ha de forjar un plan y mostrar un modelo
alternativo a la sociedad urbana, descentralizador y comunitario,
aprovechando las oportunidades de la economía informal y desarrollando
una crítica a la arquitectura y al urbanismo capitalistas, pero para
ello necesita fuerzas que no tiene. A fin de superar su fragilidad
teórico-práctica ha de encontrar aliados en otros frentes, objetivo que
la encamina hacia la defensa del territorio. La liberación del espacio
urbano requiere un territorio libre.
La lucha por el territorio tiene por
escenario la conurbación y sus satélites, puesto que el territorio ha
sido despoblado y su repoblación depende de aquella, pero ya no es una
lucha urbana strictu sensu, porque se despliega en medio rural. Hoy se
concreta en una resistencia a la urbanización, a la nuclearización, a la
agricultura industrial y a las infraestructuras, bien sea logísticas,
hidráulicas, energéticas o de transporte. Es una ofensiva contra la
planificación y al ordenamiento que determinan sus usos y lo transforman
en capital. La defensa del territorio, la lucha por su autonomía, es
antidesarrollista. Es una verdadera lucha de clases que se traduce más
que nunca en el espacio. Impide que el espacio abstracto progrese, que
se vuelva medio de acumulación, tratando de establecer en los
territorios liberados de relaciones comunitarias en conflicto con el
mercado. La defensa del territorio constituye el eje de la cuestión
urbana, porque el territorio sometido al capital ya no es una simple
reserva de espacio, sino la fuente principal de beneficios particulares y
un “yacimiento” de puestos de trabajo. La nueva acumulación capitalista
parte del encarecimiento de las materias primas, de la construcción de
infraestructuras gigantescas, de las energías renovables, del reciclaje
de desperdicios, del acondicionamiento paisajístico, del turismo rural,
etc., es decir, parte del territorio. En esta nueva fase el Estado
recupera la importancia perdida, puesto que no se trata ya de
desmantelar una asistencia social cada vez más costosa y desregular un
mercado laboral con una intermediación excesivamente poderosa, sino de
financiar una “economía sostenible”, o sea, de endosar a la población la
factura de los costes de una reconversión “verde”. Esta nuevo
ecologismo de mercado no llega para modificar las bases económicas de la
dominación, sino para reforzarlas. Por lo tanto no se propone acabar
con la agresión al territorio, con el despilfarro o con el consumismo,
sino al contrario, pretende apuntalar su continuidad. Lo “sostenible” es
más de lo mismo, pero pintado de otro color.
Una vez que la penuria estricta ha sido
dejada atrás, el conflicto social no se manifiesta plenamente dentro de
la actividad económica, sino en la oposición entre la economía y todo lo
que se le resiste. El antagonismo principal no se produce en la esfera
de la producción o en la de los servicios, sino fuera de ellas y contra
ellas. En la vida cotidiana, en el territorio, fuera del trabajo y
contra el trabajo. Por eso el absentismo y las prácticas de
autoexclusión y cooperación cobran una importancia crucial. El cambio de
paradigma teórico –fin del proletariado, segregación,
antidesarrollismo— de ningún modo implica una renuncia a la lucha
radical o el abandono de cualquier perspectiva revolucionaria, puesto
que los antagonismos no han desaparecido; ni siquiera han disminuido.
Sencillamente se han mudado de lugar, aumentando en intensidad. Se
impone una reflexión crítica sin concesiones ideológicas y una
reorientación práctica basada en la disidencia y la vuelta al
territorio. Pero mientras los procesos de deserción y reinstalación no
sean significativos el conflicto social navegará en la ambigüedad, pues
la crítica auténticamente subversiva no progresará lo suficiente y los
antagonismos permanecerán en la penumbra. La oscuridad teórica apenas
favorece a la ideología obrerista, verdaderamente marciana, pero en
cambio permite peligrosamente el avance del ciudadanismo, cuyas
propuestas –que se quieren pragmáticas y reformistas porque están en la
vanguardia de la acumulación– sirven para empantanar el combate. Los
seudomovimientos ciudadanistas no afrontan las contradicciones del
sistema capitalista sino que las disimulan, afirmando la neutralidad del
Estado y la posibilidad de otro capitalismo (de otro desarrollo, de
otra globalización, de otra política, incluso de otro sindicalismo). Su
auge aparente bajo diversos disfraces –ecologismo, alterglobalización,
decrecimiento, municipalismo, sindicalismo alternativo— obliga a que la
lucha urbana y la defensa del territorio se libren por encima de todo en
el terreno de las ideas. La práctica necesaria no podría avanzar sin
ellas. La ceremonia de la confusión ha de disiparse cuanto antes y los
farsantes han de quedar desenmascarados, pues el sujeto revolucionario
nunca podrá surgir en connivencia con el sistema, como alegre ciudadanía
participativa, sino desde fuera y en su contra, como furioso
proletariado desertor.
II Jornadas Libertarias de
Cartagena,13-V-2011, Ateneu Llibertari l’Escletxa (Alacant) y Forat de
la Vergonya (Barcelona), 14 y 21 de mayo.
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