SOBRE LA DEGENERACIÓN DE LOS IDEALES REVOLUCIONARIOS ANTE EL FIN DE LA CLASE OBRERA EN OCCIDENTE
“La época actual es de aquellas en las que todo lo
que normalmente parece constituir una razón
para vivir se desvanece, en las que se debe
cuestionar todo de nuevo, so pena de hundirse
en el desconcierto o en la inconsciencia.”
Simone Weil
El 19 de julio de 1936 el proletariado español respondió al golpe de
estado franquista desencadenando una revolución social. El 23 de febrero
de 1981 tuvo lugar un golpe de estado ante la indiferencia más absoluta
de los proletarios, quienes apenas movieron el dial de la radio o el
mando del televisor. El contraste de actitudes obedece al hecho de que
el proletariado era en el 36 el principal factor político social,
mientras que en el 81 no contaba ni siquiera como factor auxiliar de
intereses ajenos. Si el golpe del 36 iba en contra suya, el del 81 fue
un ajuste de cuentas entre diferentes facciones del poder. Ni en los
análisis más alarmistas la conflictividad obrera fue tomada en
consideración por la sencilla razón de que era mínima. Los golpistas
pasaron del proletariado porque no era más que una figura secundaria de
la oratoria política, algo históricamente agotado.
Durante los años de la “transición económica” hacia las nuevas
condiciones del capitalismo mundial –los 80– la clase obrera fue
fragmentándose y resistiendo a escala local a su “reconversión” en clase
subalterna, hasta el advenimiento de la huelga mediática del 14 de
diciembre de 1988, que fue la señal de su liquidación como clase. En
adelante nunca volvería a manifestarse de forma independiente, autónoma.
El movimiento antinuclear y el movimiento vecinal habían acabado un
lustro antes. Durante ese periodo se consumó la ruptura entre los
obreros adultos, mejor situados en las fábricas, y los obreros jóvenes,
peones y precarios, que impulsaron las primeras asambleas de parados.
Esa fractura condujo a la crítica radical del trabajo asalariado,
deteriorado en extremo, o lo que viene a ser igual, al rechazo del
trabajo como actividad humana. Fue una auténtica ruptura, pues hasta
entonces la conducta de los trabajadores se fundamentaba en una cierta
ética del trabajo. Más o menos por ese tiempo se desarrolló fuera del
mundo laboral un medio juvenil preocupado por la okupación, la
represión, la contrainformación, el ecologismo, el antimilitarismo, el
feminismo, etc., al que la movilización estudiantil de 1986-87 dio un
fuerte impulso. Tras el sometimiento definitivo de los trabajadores a
las nuevas condiciones económicas y políticas del capital, el centro de
gravedad social se desplazó de las fábricas a los espacios de relación
juveniles. En ese medio y en plena decadencia de las ideologías
obreristas la cuestión social perdía su carácter unitario y se
desagregaba, replanteándose sus pedazos como problemáticas particulares.
Los jóvenes rebeldes ni tenían detrás una tradición de luchas sociales,
ni podían atenerse a una ideología concreta, marxista o anarquista, y
más allá de un vago antiautoritarismo no sabían qué hacer con el fardo
de experiencias que la clase obrera les había librado gratuitamente;
eran herederos involuntarios de tareas históricas imposibles de asumir
dado la escasa profundidad de su crítica, la inestabilidad de sus
efectivos y la estrechez de su medio. Todos los esfuerzos por coordinar
actividades, fomentar debates y conectar con luchas urbanas tropezaron
con los mismos problemas: la dispersión, la ausencia de pensamiento, el
compromiso relativo, la falta de referencias, el enclaustramiento… Al no
resolverse, conforme desaparecían las luchas reales el medio juvenil se
estancaba y en él campaban a sus anchas la indefinición, la pose, los
tópicos contestatarios y la moda alternativa. Se revelaba como un medio
de transición para una vida adulta integrada, como el instituto, la FP o
la universidad. La palabra revolución dejó de tener un significado
preciso. Los intentos habidos entre 1989 y 1998 por superar ese impasse
teórico fueron puramente organizativos, formalistas, a base de
“campañismo” y encuentros, por lo que a la larga resultaron un fracaso.
Así terminó lo que se conoció como “área de la autonomía.”
A fin de recomponer una visión crítica unitaria del mundo y dotar de
contenido al proyecto revolucionario se tenía que haber llevado a cabo
una reflexión profunda sobre los logros y los fracasos de las luchas
precedentes, por no mencionar los sorprendentes cambios que
experimentaba el capitalismo, pero antes incluso de analizar todo eso,
había que haber efectuado una crítica despiadada al propio medio, a sus
inconsecuencias, a su frivolidad y a su falta de coraje intelectual, con
el fin de depurarlo tanto de adherencias sentimentales burguesas como
de lugares comunes y prácticas militantes. No se hizo, o no se hizo lo
suficiente y el medio se degradó, amalgamándose con el izquierdismo
posmoderno y el patriotismo periférico, quienes trataban de reconstruir a
toda prisa un nuevo espacio social “ciudadano”, el terreno de las
plataformas cívicas y de las asociaciones de vecinos, abandonado por los
partidos y sindicatos al incrustarse en el aparato de la dominación.
Las movilizaciones contra la Guerra del Golfo y por el No a la OTAN, las
campañas por el 0’7%, por la renta básica o por los zapatistas, fueron
las primeras martingalas de ese intento de acercamiento a la política
institucional que en 1997 cristalizó en el “ciudadanismo”. Se alumbraron
nuevas “plataformas”, se liberaron “espacios”, se constituyeron
“colectivos” y “redes” y se celebraron “fórums” que redescubrieron los
encantos del sindicalismo minoritario, del nacionalismo, de las ONGs, de
las subvenciones y de las instituciones estatales. Las nuevas
tecnologías proporcionaron la estructura mínima para garantizar las
apariencias de movimiento. De la escala local se pasó sin transición a
la escala internacional. El gueto juvenil se vio de pronto sumergido en
la ludopatía de los conciertos, raves, marchas, acampadas de verano,
etc., para ir a morir a los movimientos contra cumbre y contra la
guerra, verdaderos estados generales de la confusión y la recuperación,
que, después de Génova, se convirtieron en la quinta rueda del carro
electoral de la socialdemocracia. Internet había creado en las masas
juveniles la ilusión de una comunidad mundial provista de un proyecto de
cambio social, mientras que el turismo antiglobalización fomentaba la
quimera de un movimiento anticapitalista. Pero lo que las
telecomunicaciones facilitaron fue un espacio virtual, y por
consiguiente irreal, donde verter la frustración y la miseria espiritual
de miles de personas, de forma que la abundante base social sobre la
que erigir una causa quedase atrapada en las redes de la inexistencia. Y
mientras se generalizaba el espectáculo de un movimiento, las líneas de
comunicación directa subsistentes quedaban irremisiblemente dañadas,
como demuestra la desaparición de revistas, el cierre de locales,
librerías o editoriales, la decadencia de las asambleas, la degeneración
del lenguaje, la evaporación del compromiso social, etc.
La tecnología como sistema global, como medio que abarca toda la
actividad social, ha tenido un efecto más marcado en los jóvenes, el
sector de la población más permeable a los artilugios. Los jóvenes, a
partir de 1995, son hijos de las nuevas tecnologías más que de sus
padres. Aquellas son su segunda naturaleza en la que tan a gusto se
encuentran que para ellos no las ven como la causa de su miseria moral
sino como la base de su libertad. Piensan como viven; ahora bien, como
la manera de vivir es impuesta, la manera de pensar no es libre: es el
capitalismo quien pone el ordenador encima de la mesa y quien aparca el
coche frente a casa. En tanto que consumidores recién estrenados se han
convertido en la vanguardia del espectáculo. Por primera vez y gracias a
las tecnologías de la comunicación irrumpen como masas, aportando al
espectáculo de la acción los rasgos psicológicos de la adolescencia, a
saber, el culto del presente, el rechazo del esfuerzo y de la
experiencia, el narcisismo, la búsqueda de la satisfacción inmediata, la
confusión entre el ámbito privado y la vida pública, entre lo serio y
lo lúdico, etc. Lejos de sentir como suya la lucha contra la opresión
social tecnológicamente equipada, lo que realmente sienten es una
inmensa necesidad de entretenimiento. Profundamente despolitizados,
salen masivamente a la calle a divertirse luciendo su pañuelo palestino,
escenificando su falsa generosidad y proclamando su compromiso volátil.
En la sociedad del espectáculo la protesta es una forma de ocio y el
pathos trágico de la lucha de clases ha de retroceder ante la comicidad,
el desenfado y la fiesta, formas genuinas del espíritu neocontestatario
que ha hallado en las cacerolas, en el maquillaje y en los silbatos sus
mejores medios de expresión y en el software, los blogs y los teléfonos
móviles sus mejores armas.
La tecnología no es neutra, es inseparable de la opresión, no sirve
para otra cosa. Todo progreso tecnológico bajo el capitalismo es un
progreso de la opresión, pero nadie parece entenderlo. Al contrario, por
las pantallas de los ordenadores surgen pensadores apologéticos y
vendedores al pormenor del nuevo capitalismo tecnológico dispuestos a
caminar por las sendas trilladas y a discurrir por los cauces inocuos de
la falsa conciencia. Ideologías de la sumisión a los imperativos de los
nuevos dirigentes de la economía mundial como el negrismo, el
castoriadismo, el ecologismo, o los productos de las marcas IPES y
ATTAC, circulan para derribar conquistas intelectuales básicas, para
echar por la borda todo el bagaje teórico de las luchas, y en general,
para extirpar la memoria histórica. Como coartada ideológica se ha
buscado un proletariado de sustitución en los seres inermes y amorfos
calificados de multitud, movimientos sociales, ciudadanía, sociedad
civil o simplemente “la gente”. El nuevo sujeto histórico es pura
ficción puesto que el verdadero fue liquidado por el capitalismo, pero
su imagen ficticia es necesaria porque el espectáculo del combate social
necesita un fantasma; su legitimidad no puede apoyarse en una clase
real sino en una de prestado. Una clase imaginaria era apostada en el
terreno del espectáculo, puesto que ni ella es clase, ni su lucha es
lucha.
Al optar por la protesta encarrilada y falaz, los nuevos ideólogos apostaban realmente por PRISA y la socialdemocracia (y lo sabían). No querían enfrentarse a nada; no aspiraban a cambiar el mundo sino a participar en su gestión. Con ellos otra gestión capitalista era posible. Los foros sociales y las concentraciones anticumbre eran los puentes de diálogo con el poder. Su lenguaje confluía en un panegírico del orden: con las fórmulas verbales adecuadas el plomo de la nimiedad –votar, enviar mensajes, navegar por la red, amontonarse— se transmutaba en el oro de la lucidez histórica y el heroísmo. Tal disparatado discurso cubría una indecente actitud colaboradora, por eso en la medida que definían una política “desde abajo a la izquierda” ésta era la política de siempre. En realidad nos decían que una vía más asistencial hacia el totalitarismo era posible, para lo cual otra burocracia era necesaria, una que mediara entre la clase dominante y las masas. Sin embargo, sentarse sobre las masas es como sentarse sobre un dedo. No son ni pueden ser un sujeto político dispuesto a seguir al primer flautista de Hamelin que se presente. Las masas no quieren hacer política, quieren ser objeto de la política; no quieren cambiar la sociedad, en todo caso quieren que alguien se ocupe de ellas. Para eso son masas y obedecen al poder sin necesidad de guías especializados.
Los efectos de la gobalización capitalista –la transformación de las
clases en masas, la invasión de la vida cotidiana por artefactos o la
juvenilización de la protesta—habían hecho del mundo real algo
ininteligible. Tanto los rebeldes como los resignados fueron arrojados a
espacios intelectuales inexplorados y extraños, donde las ideas de
antes no funcionaban. El hundimiento de las viejas ideologías, provocaba
molestas sensaciones de incertidumbre y de impotencia, inspirando
hostilidad y rechazo. La eternidad de la lucha de clases era un tabú
intocable para la ortodoxia continuista; la existencia de una clase
portadora de los ideales manumisores estaba fuera de cualquier duda,
puesto que si se prescindía del concepto el edificio teórico por él
sostenido se desmoronaba. Pero como los hechos eran tozudos, la clase
obrera como clase capaz de aprehender la totalidad de los fenómenos
sociales y por lo tanto capaz de organizar la sociedad de acuerdo con
sus deseos, iba evaporándose, convirtiéndose en un lugar común de la
verborrea obrerista, en un dogma de consolación. La agitación social que
se mantuvo en esas posiciones se desconectó de la realidad,
degradándose y quedándose al margen, dando pie a tertulias inocentes o a
sectas fundamentalistas. La alternativa a la fe, a falta de una
verdadera crítica del periodo final de la lucha de clases, a falta de
una crítica de la recuperación posmoderna, a falta del restablecimiento
de una perspectiva histórica de los combates sociales, tenía que ser
otra fe. Así los nuevos remedios del sectarismo, habrían de ser
forzosamente sectarios. Hubo intentos verdaderamente cómicos de
restaurar la ideología leninista, voluntaristas anclajes en el
anarcosindicalismo y sospechosas reposiciones del situacionismo y del
naturismo, ahora llamado primitivismo. Por una astucia de la dominación,
la memoria del pasado lejano servía para ocultar el pasado cercano y
mistificar el presente. Para los ortodoxos y para los innovadores no
había más tarea que introducir los pedazos de realidad en sus perreras
ideológicas, de forma a conseguir convicciones reconfortantes y
tranquilizadoras, una huida hacia atrás que se resolvía en dos
alternativas igualmente delirantes: la posmodernidad “plural” y
tecnófila de la ideología nueva, y la fosilización contemplativa de la
ideología vieja.
Frente a las ideologías paralizantes o conformistas, los rebeldes
sinceros reaccionaron dando un salto hacia delante en el activismo. Se
declaraban partidarios del enfrentamiento inmediato con el sistema y por
lo general se despreocupaban de las contradicciones que oscurecían e
impedían la reformulación de la cuestión social, planteando la
supremacía de la acción práctica sobre la reflexión y reduciendo ésta a
una actividad subalterna. Desconectados de las aspiraciones radicales
del pasado, no sabían lo que querían, pero sabían muy bien lo que no
querían. No querían el capitalismo y desconfiaban de las ideologías que
servían a los burócratas. Sin pretenderlo, con su nihilismo la crítica
social quedaba disminuida a propaganda, simplificada en análisis,
fórmulas y consignas del estilo de las “tesis insurreccionalistas”.
Caían en un pragmatismo de otro tipo que comportaba un empobrecimiento
de la crítica y por consiguiente, de la propia acción. El menosprecio
del pensamiento es el de la estrategia. La acción solía privilegiar uno
de sus momentos, el choque, y se olvidaba de los demás. Aparecía como
respuesta inmediata independiente del lugar, del tiempo y de la
oportunidad; puntual, minoritaria y violenta. La acción devenía de este
modo un fin en sí misma, más necesitada de técnica que de ideales. Y
ésta no trataba de delimitar campos para lograr un terreno donde los
oprimidos ejercitasen la libertad, sino que pretendía ser un acto
ejemplar susceptible de despertar admiración y tener imitadores. El
grado de destrucción conseguido determinaba la calidad, pues el
fetichismo de la acción inducía a la mistificación de la violencia y
asimilaba ésta al radicalismo, confundiendo con frecuencia dominación
con represión y sobrevalorando el papel de la policía. El estado de
ánimo activista nacía tras una ruptura generacional profunda que había
impedido la comunicación de experiencias revolucionarias pasadas y
cercanas; así pues, los jóvenes antiautoritarios partían de cero y sus
errores eran fruto de la cobardía y la traición de otros. Igual que
hemos criticado los puntos débiles de su proceder, reconocemos su
generosidad y su valentía, su disposición a correr riesgos, que como una
ventolera de aire fresco barrió de la escena social el apoltronamiento
ideológico. Finalmente, por el duro camino que iniciaron muchos
encontraron las ideas que necesitaban. Merecen nuestro respeto,
especialmente aquellos que sucumbieron a la represión. Sus presos son
nuestros presos.
En los medios activistas, a la falsa oposición entre teoría y
práctica correspondía la contraposición entre organización de masas y
agrupación informal. Hasta entonces la organización siempre había
significado fuerza; no negaba la informalidad sino que la complementaba:
la sociabilidad de clase, los entramados de ayuda mutua y solidaridad,
el compañerismo, la entrega… proporcionaban a la organización solidez a
la vez que la impedían degenerar en burocracia. Evidentemente las
estructuras informales son hoy la única forma posible de organización
porque las bases informales que constituían los cimientos de formas más
coordinadas han sido destruidas por el enemigo, y, sobre todo, porque el
medio juvenil radicalizado es tremendamente informal, es decir, muy
poco consecuente. La enorme dificultad que existe para que los
individuos entablen relaciones transparentes y se comprometan con la
causa de la libertad obliga a ser muy flexible en cuestiones
organizativas, pero eso no es un logro, sino una condición impuesta por
el deterioro de las personas y de las luchas. Es una táctica debida a la
falta de compromiso duradero y a las cotas bajas de responsabilidad.
Los niveles de organización están subordinados al desarrollo de la
conciencia de clase y esta depende de los combates sociales. La
estructura informal domina cuando no hay clase manifiesta, las fuerzas
son débiles y dispersas y el grado de autodisciplina es mínimo. La
organización es por consiguiente un proceso que está en función de la
generalización y la radicalización de las luchas, ambas cosas necesarias
para la aparición de proyectos revolucionarios de envergadura. Por otro
lado, la informalidad no es una vacuna contra la burocracia; la
burocracia puede muy bien funcionar informalmente. Tampoco es un remedio
contra la infiltración; los provocadores saben manejarse tanto por esos
medios como por los otros. Son otros factores los que cuentan: la
experiencia, la calidad humana, la astucia… Lo que desde luego no se
puede hacer informalmente es pasar a la ofensiva, pero por desgracia,
estamos lejos de poder permitirnos algo parecido a eso.
A lo largo de los últimos veinte años, el espacio juvenil no ha
podido sustituir al desaparecido medio obrero, degradándose a su vez por
culpa del espectáculo. Por eso los ateneos y los centros sociales ni
siquiera han llegado a lo que fueron en otro tiempo los locales
sindicales para los explotados. A pesar de los esfuerzos no han logrado
convertirse en centros de formación y difusión de ideas, lo que deja
entre sus asiduos un aire de frustración que no puede disimularse. Lo
más probable es que en ellos aprendan Linux o cocina vegana antes que
historia social o prácticas de resistencia al capitalismo. No son del
agrado del orden establecido, pero si recordamos la frecuencia con que
antaño se clausuraban los sindicatos, escandaliza ver hasta qué punto
son tolerados, es decir, hasta qué punto son inofensivos. Existen
excepciones muy honorables con un alto grado de compromiso social, pero
incluso ellas han tenido que hacer concesiones al juvenilismo y
contemporizar bien con las camisetas, bien con el punk quinceañero, con
las “performances” o con la informática. Como los viejos centros
recreativos o las asociaciones de vecinos, han quedado absorbidos por la
dinámica de supervivencia en ambiente hostil. La logística del saber
vivir y la pedagogía de la revuelta son funciones que se les han
escapado; desde un punto de vista subversivo, nadie sale de ellos peor
de lo que ha entrado, y eso debiera preocupar a sus impulsores. La
solución pasaría por un replanteamiento crítico de su actividad que no
debiera tener otro objetivo que el de mantener un nivel elevado de
conciencia social en condiciones que sabemos son extremadamente
desfavorables. Habría que sacar el mejor partido de la experiencia
histórica, reanudando la tradición de los oprimidos e inspirándose en
ellos. No hacer concesiones a las modas, no someterse a los
estereotipos, no caer en el buen rollo; en una palabra, ir derechos a la
raíz de las cosas. Pero sólo van derechos los que saben reconocer dicha
raíz y tal conocimiento no está adscrito a ninguna etapa particular de
la vida. Tan cierto como que hay jóvenes más inmundos que los viejos y
viejos que no tienen edad.
Charlas en la librería Sahiri de Valencia, el 11 de marzo, y en el
centro social Atreu! De La Coruña, el 10 de abril de 2006, con motivo de
la presentación del libro “Golpes y Contragolpes.”
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