jueves, 9 de febrero de 2012

Antígona en Poyales del Hoyo - Arturo Peinado


La destrucción del monumento de Poyales representa la impunidad de los verdugos y la indefensión de las víctimas del franquismo
En la tragedia “Antígona”, de Sófocles, representada por primera vez en el 442 a.C., la protagonista entierra a su hermano, contraviniendo el mandato del rey Creonte quien ha ordenado que, como castigo por traición, su cadáver quede insepulto.
Desde la antropología se ha estudiado el carácter ejemplarizante que tiene la prohibición de enterrar un cadáver o la ocultación del lugar donde se ha realizado el enterramiento. La inhumación ilegal supone un modo de represión (castigo post-mortem) contra el represaliado; contra sus familiares, a quienes se estigmatiza y niega la posibilidad de cerrar el hecho luctuoso mediante los ritos funerarios; y como amenaza permanente contra el conjunto de la sociedad o del grupo humano al que pertenecía la víctima.
El pasado 30 de julio, en la localidad abulense de Poyales del Hoyo, se produjo la destrucción del monumento funerario donde descansaban los restos de diez represaliados del franquismo, que habían sido exhumados de dos fosas comunes clandestinas en 2002 y en 2010. Cuerpos y familiares que, tras décadas, por fin habían recibido un merecido descanso. No fue por obra de delincuentes o gamberros, sino del alcalde de la localidad y una jueza “de paz”.

El alcalde de Poyales, Antonio Cerro, del Partido Popular, ha justificado la acción por la petición de entrega de los restos por parte de una de las familias, y el mal estado de la fosa. Sin embargo, ello no explica porqué, en vez de reparar la fosa, se trasladaron los restos a un osario. Y sobre todo, porqué se destruyó el monumento funerario, que estaba coronado por una paloma de la paz y donde constaban los nombres de los diez asesinados.
La profanación de Poyales no es un caso aislado en la comarca del Valle del Tiétar: en los últimos meses podemos constatar insultos y amenazas, como en la inauguración del monumento a los fusilados republicanos en Candeleda, en febrero; el bloqueo con cadenas del cementerio de Pedro Bernardo para impedir un acto de homenaje a las víctimas del franquismo, el pasado mes de junio; las recientes agresiones al mausoleo de Candeleda y a la tumba de las tres mujeres asesinadas en el mismo pueblo y exhumadas en 2002.
Tales demostraciones de despotismo, deberían ser inconcebibles desde los valores humanos, y en nombre de la caridad cristiana que, se presupone es seña de identidad de quienes hacen gala de su religiosidad, pues no olvidemos que la jauría humana que el pasado domingo día 7 arremetía contra los concentrados ante el Ayuntamiento de Poyales, salía en su mayor parte de la misa dominical de las 12.
No podemos quedarnos en una mera condena ética del comportamiento del alcalde de Poyales y sus concejales, o referir que son “dignos” y directos herederos del “Quinientos Uno” y los otros pistoleros falangistas que hace 75 años impusieron el terror en el Valle del Tiétar, “por Dios y por España”. Es preciso realizar una reflexión más de fondo. Por ejemplo, ¿se imagina alguien que un alcalde de Bildu profanase y destruyese una tumba de víctimas de ETA? ¿Qué estarían vociferando los que se autopublicitan hasta el hastío como demócratas, pero que hoy no condenan, e incluso justifican, la destrucción de la tumba de Poyales?
Y no es una cuestión de ser de derechas o de ser de izquierdas. Recientemente hemos visto cómo el Gobierno de Sarkozy asumía, en nombre del Estado francés, la responsabilidad de la deportación por parte del Gobierno colaboracionista de Vichy, de republicanos españoles a los campos de exterminio nazis, ofreciendo indemnizaciones a los herederos. O del proceso de reparación material y simbólica a los miles de trabajadores esclavos que fueron deportados para trabajar en Alemania durante la segunda guerra mundial; un programa de reparación inmenso en la cual participaron el Estado alemán, las empresas herederas de las que se beneficiaron de aquellas deportaciones, y las iglesias católica y protestante (alemanas). Todo ello culminado con un gran acto público de desagravio en el que participaron el presidente federal alemán y la canciller Merkel.
Uno de los principales problemas políticos de nuestro país es que la derecha autóctona no es antifascista. Estamos pagando, y lo vamos a seguir haciendo por mucho tiempo, la complacencia y permisividad de los demócratas durante la Transición con el franquismo, con sus símbolos; con el respeto al status social y económico de los beneficiarios de la dictadura; con la impunidad de los criminales. Lo que está pasando en el Valle del Tiétar y en otros lugares (y lo que nos espera: “cosas veredes amigo Sancho..”), es consecuencia directa de 35 años de políticas activas de olvido; y de trato equidistante entre fascismo y democracia.
Y si es grave el respaldo unánime de los dirigentes del Partido Popular al acto de barbarie cometido en Poyales, más preocupante aún es la tibieza del rechazo del resto de fuerzas políticas (salvo honrosas excepciones), y sobre todo la falta de reacción de las administraciones y de la Justicia, o el tratamiento dado al caso por los medios de comunicación, que han caricaturizado, reduciendo a una reyerta entre vecinos por una cuestión trasnochada, las agresiones y provocaciones de “los escuadristas” durante el domingo 7 de agosto.
Hace pocos años, un expresidente autonómico “progresista” declaraba que “estaba en contra de la memoria histórica porque era un presidente del futuro, y no del pasado”, pero no tenía escrúpulos para inaugurar el nuevo Museo del Ejército invitando a combatientes de la División Azul. Esa política de equidistancia, de igualación entre la democracia y el fascismo, de no confrontar ideas, valores y principios con la derecha franquista (sea por conveniencia o cobardía), termina teniendo consecuencias inevitables: hoy, el personaje aludido es un expresidente del pasado sin futuro.
Si todo un presidente del Congreso de los Diputados -presuntamente progresista- utiliza todos los subterfugios posibles para eludir la condena del golpe militar del 18 de julio y de la dictadura franquista, ¿qué podemos esperar del alcalde “centrista” de Poyales del Hoyo?
Es conocida la frase de una de las Trece Rosas: “Que mi nombre no se borre de la historia”. Ese es el sentido real de la destrucción del monumento del cementerio de Poyales por parte de Antonio Cerro: el fin último de la eliminación de los nombres es certificar la impunidad histórica de los asesinos y restaurar el manto de silencio, garantizando la pervivencia de la versión franquista de la historia. Volver a dejar claro que en esa guerra hubo vencedores y vencidos, que los sigue habiendo y señalando quién es cada uno. Y que lo que “ellos” conquistaron “a punta de pistola y crucifijo”, convirtiendo España en un cenagal de sangre y en una inmensa prisión, es intocable por los siglos de los siglos. También deberíamos tener en cuenta los vínculos familiares de los verdugos de entonces, con algunos de los que hoy no están dispuestos a consentir que las víctimas reposen en los mismos lugares que los criminales.
El problema está no sólo en que se pueda profanar impunemente una tumba. La cuestión es que los monumentos a las víctimas del franquismo, el erigido en Poyales y los que permanecen, de momento, en otros lugares, son Lugares de Memoria privados, de los familiares y de los compañeros de las víctimas. No fueron construidos por el Estado para proporcionar referentes y señas de identidad democráticas a la sociedad española, incluso aunque pudieran haber sido financiados mediante subvenciones públicas. El Estado español, aplicando la Ley de Memoria, de acuerdo a un preámbulo que a modo de declaración de intenciones impone la memoria personal y familiar e intenta impedir la memoria democrática social y colectiva, se ha negado a establecer Lugares de Memoria democrática, donde se rinda homenaje público a los asesinados por defender la legalidad constitucional, y los valores que, se supone, son la base de nuestro modelo político y social.
La destrucción del monumento de Poyales representa, a escala local, la impunidad de los verdugos y la manifiesta indefensión de las víctimas del franquismo.
A día de hoy, las víctimas del franquismo no existen, jurídicamente hablando. Sus familiares (un colectivo que afecta a muchos miles de personas) se encuentran en un estado de flagrante indefensión legal, como ha dejado patente la “resolución” del procedimiento abierto en la Audiencia Nacional por el juez Garzón. Al mismo tiempo, la pervivencia de docenas de miles de conciudadanos enterrados en fosas comunes clandestinas, no es reconocida por el Estado español dentro del tipo jurídico de desaparición forzada (crimen contra la humanidad), ni está dispuesto a asumir las responsabilidades que le corresponden según los acuerdos internacionales que ha firmado y que constitucionalmente tendrían que formar parte del ordenamiento interno. Todo ello pone en cuestión la propia esencia del Estado de Derecho.
Con la destrucción de la fosa de Poyales nuestros diez compañeros, rescatados del olvido en 2002 y 2010, pero ignorados por la justicia, han vuelto a ser otra vez, desaparecidos. Y se ha creado un peligrosísimo precedente. ¿Alguien piensa hacer algo para impedirlo, o continuaremos cautivos y desarmados?
Arturo Peinado. Federación Estatal de Foros por la Memoria
Agosto de 2011

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