La destrucción del monumento de Poyales representa la impunidad de los verdugos y la indefensión de las víctimas del franquismo
En la tragedia
“Antígona”, de Sófocles, representada por primera vez en el 442 a.C.,
la protagonista entierra a su hermano, contraviniendo el mandato del rey
Creonte quien ha ordenado que, como castigo por traición, su cadáver
quede insepulto.
Desde la
antropología se ha estudiado el carácter ejemplarizante que tiene la
prohibición de enterrar un cadáver o la ocultación del lugar donde se ha
realizado el enterramiento. La inhumación ilegal supone un modo de
represión (castigo post-mortem) contra el represaliado; contra sus
familiares, a quienes se estigmatiza y niega la posibilidad de cerrar el
hecho luctuoso mediante los ritos funerarios; y como amenaza permanente
contra el conjunto de la sociedad o del grupo humano al que pertenecía
la víctima.
El pasado 30 de
julio, en la localidad abulense de Poyales del Hoyo, se produjo la
destrucción del monumento funerario donde descansaban los restos de diez
represaliados del franquismo, que habían sido exhumados de dos fosas
comunes clandestinas en 2002 y en 2010. Cuerpos y familiares que, tras
décadas, por fin habían recibido un merecido descanso. No fue por obra
de delincuentes o gamberros, sino del alcalde de la localidad y una
jueza “de paz”.
El alcalde de
Poyales, Antonio Cerro, del Partido Popular, ha justificado la acción
por la petición de entrega de los restos por parte de una de las
familias, y el mal
estado de la fosa. Sin embargo, ello no explica porqué, en vez de
reparar la fosa, se trasladaron los restos a un osario. Y sobre todo,
porqué se destruyó el monumento funerario, que estaba coronado por una
paloma de la paz y donde constaban los nombres de los diez asesinados.
La profanación de
Poyales no es un caso aislado en la comarca del Valle del Tiétar: en los
últimos meses podemos constatar insultos y amenazas, como en la
inauguración del monumento a los fusilados republicanos en Candeleda, en
febrero; el bloqueo con cadenas del cementerio de Pedro Bernardo para
impedir un acto de homenaje a las víctimas del franquismo, el pasado mes
de junio; las recientes agresiones al mausoleo de Candeleda y a la
tumba de las tres mujeres asesinadas en el mismo pueblo y exhumadas en
2002.
Tales
demostraciones de despotismo, deberían ser inconcebibles desde los
valores humanos, y en nombre de la caridad cristiana que, se presupone
es seña de identidad de quienes hacen gala de su religiosidad, pues no
olvidemos que la jauría humana que el pasado domingo día 7 arremetía
contra los concentrados ante el Ayuntamiento de Poyales, salía en su
mayor parte de la misa dominical de las 12.
No podemos
quedarnos en una mera condena ética del comportamiento del alcalde de
Poyales y sus concejales, o referir que son “dignos” y directos
herederos del “Quinientos Uno” y los otros pistoleros falangistas que
hace 75 años impusieron el terror en el Valle del Tiétar, “por Dios y
por España”. Es preciso realizar una reflexión más de fondo. Por
ejemplo, ¿se imagina alguien que un alcalde de Bildu profanase y
destruyese una tumba de víctimas de ETA? ¿Qué estarían vociferando los
que se autopublicitan hasta el hastío como demócratas, pero que hoy no
condenan, e incluso justifican, la destrucción de la tumba de Poyales?
Y no es una
cuestión de ser de derechas o de ser de izquierdas. Recientemente hemos
visto cómo el Gobierno de Sarkozy asumía, en nombre del Estado francés,
la responsabilidad de la deportación por parte del Gobierno
colaboracionista de Vichy, de republicanos españoles a los campos de
exterminio nazis, ofreciendo indemnizaciones a los herederos. O del
proceso de reparación material y simbólica a los miles de trabajadores
esclavos que fueron deportados para trabajar en Alemania durante la
segunda guerra mundial; un programa de reparación inmenso en la cual
participaron el Estado alemán, las empresas herederas de las que se
beneficiaron de aquellas deportaciones, y las iglesias católica y
protestante (alemanas). Todo ello culminado con un gran acto público de
desagravio en el que participaron el presidente federal alemán y la
canciller Merkel.
Uno de los
principales problemas políticos de nuestro país es que la derecha
autóctona no es antifascista. Estamos pagando, y lo vamos a seguir
haciendo por mucho tiempo, la complacencia y permisividad de los
demócratas durante la Transición con el franquismo, con sus símbolos;
con el respeto al status social y económico de los beneficiarios de la
dictadura; con la impunidad de los criminales. Lo que está pasando en el
Valle del Tiétar y en otros lugares (y lo que nos espera: “cosas
veredes amigo Sancho..”), es consecuencia directa de 35 años de
políticas activas de olvido; y de trato equidistante entre fascismo y
democracia.
Y si es grave el
respaldo unánime de los dirigentes del Partido Popular al acto de
barbarie cometido en Poyales, más preocupante aún es la tibieza del
rechazo del resto de fuerzas políticas (salvo honrosas excepciones), y
sobre todo la falta de reacción de las administraciones y de la
Justicia, o el tratamiento dado al caso por los medios de comunicación,
que han caricaturizado, reduciendo a una reyerta entre vecinos por una
cuestión trasnochada, las agresiones y provocaciones de “los
escuadristas” durante el domingo 7 de agosto.
Hace pocos años,
un expresidente autonómico “progresista” declaraba que “estaba en contra
de la memoria histórica porque era un presidente del futuro, y no del
pasado”, pero no tenía escrúpulos para inaugurar el nuevo Museo del
Ejército invitando a combatientes de la División Azul. Esa política de
equidistancia, de igualación entre la democracia y el fascismo, de no
confrontar ideas, valores y principios con la derecha franquista (sea
por conveniencia o cobardía), termina teniendo consecuencias
inevitables: hoy, el personaje aludido es un expresidente del pasado sin
futuro.
Si todo un
presidente del Congreso de los Diputados -presuntamente progresista-
utiliza todos los subterfugios posibles para eludir la condena del golpe
militar del 18 de julio y de la dictadura franquista, ¿qué podemos
esperar del alcalde “centrista” de Poyales del Hoyo?
Es conocida la
frase de una de las Trece Rosas: “Que mi nombre no se borre de la
historia”. Ese es el sentido real de la destrucción del monumento del
cementerio de Poyales por parte de Antonio Cerro: el fin último de la
eliminación de los nombres es certificar la impunidad histórica de los
asesinos y restaurar el manto de silencio, garantizando la pervivencia
de la versión franquista de la historia. Volver a dejar claro que en esa
guerra hubo vencedores y vencidos, que los sigue habiendo y señalando
quién es cada uno. Y que lo que “ellos” conquistaron “a punta de pistola
y crucifijo”, convirtiendo España en un cenagal de sangre y en una
inmensa prisión, es intocable por los siglos de los siglos. También
deberíamos tener en cuenta los vínculos familiares de los verdugos de
entonces, con algunos de los que hoy no están dispuestos a consentir que
las víctimas reposen en los mismos lugares que los criminales.
El problema está
no sólo en que se pueda profanar impunemente una tumba. La cuestión es
que los monumentos a las víctimas del franquismo, el erigido en Poyales y
los que permanecen, de momento, en otros lugares, son Lugares de
Memoria privados, de los familiares y de los compañeros de las víctimas.
No fueron construidos por el Estado para proporcionar referentes y
señas de identidad democráticas a la sociedad española, incluso aunque
pudieran haber sido financiados mediante subvenciones públicas. El
Estado español, aplicando la Ley de Memoria, de acuerdo a un preámbulo
que a modo de declaración de intenciones impone la memoria personal y
familiar e intenta impedir la memoria democrática social y colectiva, se
ha negado a establecer Lugares de Memoria democrática, donde se rinda
homenaje público a los asesinados por defender la legalidad
constitucional, y los valores que, se supone, son la base de nuestro
modelo político y social.
La destrucción del
monumento de Poyales representa, a escala local, la impunidad de los
verdugos y la manifiesta indefensión de las víctimas del franquismo.
A día de hoy, las
víctimas del franquismo no existen, jurídicamente hablando. Sus
familiares (un colectivo que afecta a muchos miles de personas) se
encuentran en un estado de flagrante indefensión legal, como ha dejado
patente la “resolución” del procedimiento abierto en la Audiencia
Nacional por el juez Garzón. Al mismo tiempo, la pervivencia de docenas
de miles de conciudadanos enterrados en fosas comunes clandestinas, no
es reconocida por el Estado español dentro del tipo jurídico de
desaparición forzada (crimen contra la humanidad), ni está dispuesto a
asumir las responsabilidades que le corresponden según los acuerdos
internacionales que ha firmado y que constitucionalmente tendrían que
formar parte del ordenamiento interno. Todo ello pone en cuestión la
propia esencia del Estado de Derecho.
Con la destrucción
de la fosa de Poyales nuestros diez compañeros, rescatados del olvido
en 2002 y 2010, pero ignorados por la justicia, han vuelto a ser otra
vez, desaparecidos. Y se ha creado un peligrosísimo precedente. ¿Alguien
piensa hacer algo para impedirlo, o continuaremos cautivos y
desarmados?
Arturo Peinado. Federación Estatal de Foros por la Memoria
Agosto de 2011
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