El País, 13 de mayo de 2011
Existe una crisis de la indignación? Con ocasión de la publicación del pequeño ensayo ¡Indignaos!, del antiguo miembro de la Resistencia francesa, Stéphane Hessel, todo un best seller
en su país, algunos medios de comunicación nacionales han reflexionado
sobre la presunta atonía de la sociedad española. Sin embargo, al margen
de la comparación, la pregunta apunta a un problema aún más acuciante:
¿ha perdido la izquierda, en detrimento de la derecha, su capacidad de
movilizar la fuerza de la indignación, ese elemento necesario del
compromiso ciudadano?
A la vista de esta cuestión, ciertos acontecimientos como el resurgir
de la ultraderecha en toda Europa, la movilización del Tea Party en
Estados Unidos o las altas expectativas electorales creadas por Marine
Le Pen en las últimas elecciones cantonales francesas revelan un
inquietante fenómeno: parece como si en momentos de crisis solo la
derecha tuviera la capacidad de canalizar la afectividad política,
mientras que la izquierda solo supiera administrar.
¿Por qué cada vez más ocurren rebeliones y protestas violentas
carentes de todo mensaje ideológico y basadas en un vago resentimiento?
Posiblemente, porque hoy, en nuestro marco pospolítico y posideológico,
la indignación no acierta a invertir sus movimientos reflejos en un
marco narrativo inteligible. Al carecer de una cartografía cognitiva, la
cólera explota en un acto políticamente sin sentido, tan ciego que
atenta a veces incluso contra su propio perpetrador.
Es aquí donde, salvando ciertas distancias, resulta pertinente volver
la mirada a ese singular laboratorio de crisis que fue la República de
Weimar. De ese escenario, en el que Hitler supo sacar ventaja buscando
chivos expiatorios, actualmente el neopopulismo derechista extrae sus
oportunistas lecciones. Una de ellas es no temer caer en flagrantes
incoherencias con tal de jugar en todos los tableros. No en vano
Jean-Marie Le Pen se definía como un político que se encontraba
"socialmente a la izquierda, económicamente a la derecha y, siempre, con
Francia en el centro de sus pensamientos".
En primer lugar, cabe señalar que el problema económico de la
República de Weimar se cifraba en la preponderante influencia
especulativa del capital financiero sobre la esfera productiva. Cuando
la burbuja de Weimar, mantenida artificialmente por Wall Street, explotó
tras el hundimiento de la Bolsa norteamericana en 1929, los efectos no
tardaron en percibirse. El recorte del gasto público y la eliminación de
la financiación del sistema de cobertura del desempleo, una de las
conquistas de la segunda fase de la República, generaron un clima de
desafección radical hacia la clase política y un cinismo desilusionado
sobre los que no tardó mucho en encender la mecha el populismo
demagógico.
En concreto, un debate interesante para nosotros fue el de saber qué
plan de acción podía ofrecer la izquierda para contrarrestar el
creciente malestar de las precarizadas clases medias. Aquí el peligro
estribaba en recaer en una estrategia dogmática de clase incapaz de
tender puentes entre los "diferentes mundos". La buena aproximación
pasaba por diseñar un programa no orientado a acelerar la crisis -el
"cuanto peor, mejor"- ni, desde luego, a proponer soluciones de cirugía
radical nacionalista.
En su ensayo Los empleados, Siegfried Kracauer mostraba así
cómo la proleta-rización de las clases medias no conducía en ellas a
ninguna conciencia crítica sobre el mapa general, sino al movimiento
nacionalsocialista. Walter Benjamin, por su parte, investigaba cómo los
individuos sacudidos por las conmociones sociales se veían obligados a
anestesiarse en masa bajo la estética del espectáculo o la vigorexia
deportiva para mantener cierta ortopedia narcisista. Bajo el shock,
las facultades sensoriales dejaban de estar en contacto con la realidad
y pasaban a ser un medio de defensa. Compárese la escenografía del Triunfo de la voluntad,
de Leni Riefenstahl, donde se esconde toda vulnerabilidad, con la
mirada de Chaplin al cuerpecito vapuleado en la cadena de montaje para
apreciar cómo esta atrofia de la experiencia conducía a conclusiones
políticas opuestas.
En plena crisis, Benjamin utilizó la expresión "melancolía de
izquierda" para definir esta situación de parálisis. Si en esta
situación de desmoronamiento de valores, la cólera experimentada tras el
"engaño" político se canalizó mejor por la demagogia derechista fue,
entre otras razones, por la ineptitud de una izquierda que, aferrada a
planteamientos economicistas, entregó al enemigo la pedagogía sobre el
campo expresivo. Absteniéndose de luchar en el terreno en el que aún se
podía urbanizar políticamente la cólera y evitar su explosión en
resentimiento, esta dejación nos ilustra para comprender lo que ocurre
hoy cuando una racionalidad tecnocrática limitada a lo administrativo
cede el espacio de lo político y la indignación a los sectores
reaccionarios.
Allí donde Benjamin y Kracauer, golpeados por el shock de
Weimar y sus consecuencias regresivas y anestésicas, cartografiaron el
alcance psicosocial de esta pérdida de experiencia, Naomi Klein ha
tratado en los últimos años de investigar la relación entre el
capitalismo neoliberal y los desastres naturales o políticos. No debe
subestimarse esta comparación entre épocas: la privación sensorial e
histórica de nuestra experiencia del mundo desemboca no pocas veces en
un estado de desorientación en el que el individuo se siente tentado de
buscar un amo al que pueda ceder voluntariamente su libertad.
En este sentido, Klein ha puesto de manifiesto cómo la nueva lógica del mercado diseñada por los Chicago boys se adapta como un guante al shock.
En este telón de fondo privilegiado, las crisis sirven para imponer a
las sociedades aún sumidas en un estado de conmoción nuevas
privatizaciones y políticas de corte neoliberal. La imposición de esta
dinámica, alérgica al intervencionismo estatal keynesiano, es facilitada
cuando lo que allana el camino a la misma es algún tipo de cataclismo.
Asimismo, la "intoxicación" del entorno de solidaridad, puesto bajo
sospecha con la crisis, y la creación artificial de una atmósfera de
miedo obligan a la población a hacer tábula rasa y blindarse frente al
contexto social.
"A lo único que debemos temer es al miedo mismo". Tras la crisis de
1929, en su discurso de toma de posesión de 1933, el presidente de EE UU
F. D. Roosevelt pronunció estas famosas palabras. Hoy, no puede dejar
de resonar su mensaje en un momento en el que la izquierda parece
paralizada por el miedo, incluso por su miedo al miedo de la gente. La
amarga lección de la República de Weimar para la tradición social de
izquierdas fue comprobar que nada podía obtener del "cuanto peor,
mejor". También los discípulos de Milton Friedman están de acuerdo. Como
dijo el maestro: "Solo una crisis -real o percibida- da lugar a un
cambio verdadero. Creo que esa ha de ser nuestra función básica:
desarrollar alternativas a las políticas existentes para mantenerlas
vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve
políticamente inevitable".
Sirviéndose del famoso cuento de Edgar Allan Poe, Un descenso al Maelström,
el sociólogo Norbert Elias describe el tsunami provocado por los
momentos críticos como un singular círculo vicioso. Este "doble vínculo"
se desarrolla entre un peligro extremo y una intensa carga emocional
susceptible de oscurecer un conocimiento cartográfico del
acontecimiento. Esta oscilación entre el pánico y la anulación de la
voluntad de saber es la que impide reaccionar de manera adecuada a la
desorientación. Según la narración, de los tres hermanos que se
encuentran en el centro del Maelström, solo el más pequeño es capaz de sobreponerse al shock
que le atenaza y hacerse un mapa general del movimiento sísmico. Solo
él es capaz de sobreponerse al compromiso precipitado por la catástrofe.
Solo quien tiene la habilidad de no dejarse llevar puede idear
estrategias para salir del marasmo. En este sentido, habría que matizar
el recurrente mantra de que la derecha española actual no tiene
programa; es que no necesita mapas: solo confía en el shock.
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