Los espectros del 15-M - Germán Cano
El
veredicto se ha pronunciado: el 15-M necesita mejorar, no progresa
adecuadamente. Insuficientemente socialdemócrata, insuficientemente
revolucionario, insuficientemente liberal, el movimiento parece ser un
niño siempre en falta. Esta impaciencia es compartida tanto por la
derecha como por parte de la izquierda, aunque por diferentes razones.
Allí donde el evangelio neoliberal, asentado en el supuesto fin de la
historia, observa una mera protesta afectiva, una suerte de grito
impotente frente a una realidad estructuralmente correcta, el discurso
supuestamente revolucionario se impacienta por unos ensayos que se
demoran en un experimentalismo estéril sin conducir a ninguna meta. En
el fondo, para ambas posiciones críticas, el 15-M se definiría por ser
una negatividad condenada a la frustración al ser incapaz de articularse
en guión histórico alguno: una indignación sin gramática, mero
contenido sin forma, un acontecimiento simplemente emocional, que diría
Zygmunt Bauman.
El debate sobre la mayoría o minoría de edad
política del 15-M, su supuesta madurez o infantilismo, ha sido
recurrente en este último año. Sin embargo, ¿hasta qué punto se pierde
en él lo más importante: el análisis de lo ocurrido, una clarificación
de su dimensión utópica justo en su lenguaje más concreto? En este punto
es donde a veces se tiene la sensación de que una excesiva carga
melancólica respecto a los viejos ideales perdidos o una fatal
fascinación por el “fin de la historia” impiden acercarse de forma más
desprejuiciada al fenómeno.
En realidad, pocas veces en los últimos
tiempos se ha manifestado de forma tan rotunda la dimensión “espectral”
de un fenómeno político como con ocasión del 15-M. Tan pronto apareció
el fantasma, los medios y la clase política no tardaron en mostrar su
perplejidad y reaccionar con cómodas categorías a aquello que estaba
ocurriendo. Pero cuanto más se resistía el incipiente “movimiento” a
utilizar las viejas consignas, más incertidumbre y ansiedad se generaban
en el campo social ya estructurado.
Sintomática fue la reacción
histérica de algunos grupos de presión que, ante su falta de definición y
programa, no tardaron en proyectar sintomáticamente sus miedos y
angustias más profundos (“Tercera República”, “chusma juvenil”,
“rebelión de esclavos adocenados”, “populismo demagógico”,
“resentimiento de masas”) sobre el nuevo campo de fuerzas que se abría.
Desde este ángulo resulta muy interesante estudiar la lista de espectros
del 15-M como proyección de diferentes imaginarios sociales ligados a
una larga represión de la discusión política. A través de ellos, muchas
coordenadas ideológicas hasta ahora “durmientes” quedaron retratadas con
una claridad hasta ahora insospechada. Este carácter espectral del 15-M
sirvió en Madrid y Barcelona como un catalizador susceptible de
desnudar y llevar a la superficie actos reflejos cercanos al
autoritarismo que permanecían latentes.
Mucho se ha subrayado, y
con razón, el carácter difuso, horizontal, evanescente, del 15-M. ¿Pero
hasta qué punto esta atribución espectral puede ser también el resultado
de una óptica teórica demasiado abstracta? ¿De una orientación poco
sensible a los contenidos? Irónicamente, en las tentativas de suturar la
herida social abierta, muchas cosas se han aclarado indirectamente a
través de las reacciones. Polemizando con este fantasma, cierta
izquierda, por ejemplo, no ha sabido percibir la penetración molecular
del movimiento en espacios políticamente desatendidos, el paciente
trabajo en un tejido social, poco a poco descompuesto por las prácticas
del individualismo neoliberal. En un momento como este, en el que se
exaltan las virtudes heroicas de la austeridad, posiblemente nunca ha
sido tan importante hablar de las cosas pequeñas y vulgares como el
derecho a la vivienda, la dignidad en el trabajo, las condiciones
materiales de la libertad y la igualdad. ¿Sería acaso esto demagogia?
El miedo al fantasma del 15-M como viejo “izquierdismo resucitado” que,
desde ciertos sectores socialdemócratas, se ha proyectado sobre este
fenómeno popular, ¿no dice por ello más de la incapacidad de estos para
entender los contenidos materiales y emocionales de la protesta que del
propio movimiento como tal? Bajo este ángulo, la perezosa categoría de
“populismo”, ¿no está sirviendo para rechazar de antemano cualquier
aproximación concreta y de cuño más materialista al escenario social y
–lo que es más preocupante- ahorrase, en virtud de esta distinción, el
esfuerzo genuinamente político de hacer pedagogía o practicar una
hegemonía convincente? Buscando antes la distinción que la comprensión
de este “espectro populista”, la izquierda socialdemócrata no solo corre
el riesgo de encapsularse en un discurso meramente eufemístico sobre la
realidad y sus contradicciones reales, haciendo así el trabajo a la
derecha, sino de tirar simultáneamente al desagüe el precioso bebé con
el agua sucia de la mala indignación demagógica.
Hacer el esfuerzo
de discriminar el grano utópico en la paja de la frustración inmediata
es justo lo que ha brillado por su ausencia en muchos análisis. Desde
aquí también se entiende la urgencia por pensar de otro modo el momento
“populista”, despreciado sistemáticamente. Si hay que participar en el
esfuerzo de articular y dar forma política al contenido utópico de la
indignación es porque, dada su ambivalencia, este se encuentra abierto y
puede ser ilusoriamente falseado por actitudes reaccionarias. En este
plano se pagaría un alto precio por dejar en manos del populismo
fascista todo malestar popular contra el presente. ¿No es justo este
trabajo de cortafuegos el que está haciendo el 15-M?
En esta
constelación de fuerzas, en un contexto de crisis económica severa, el
15-M no sólo ha representado de entrada, lo que no es poco, la opción
contrapuesta a la política del miedo y del repliegue individualista a lo
privado: la de la construcción a tientas, experimental, de prácticas de
solidaridad. En este sentido, fue la interpretación despolitizada del
acontecimiento la que se esgrimió entre las filas conservadoras. Desde
ella buscó cifrarse interesadamente la indignación popular en un
“comprensible” gesto individual de resistencia frente al poder excesivo
del Estado socialista y las mediaciones políticas. Bajo esta lectura, el
escenario del el 15-M quedaba de antemano reducido a una confrontación
que oponía sin matices la indignación quejumbrosa de unas masas,
presuntamente informes y ajenas a la política, y la forma excesiva del
Estado, para ciertos sectores demasiado intervencionista.
En un
escenario en el que la desatención de la izquierda socialdemócrata hacia
las preocupaciones de las clases populares ha hecho de éstas un botín
muy preciado para la hegemonía neoliberal, ¿no cumple el 15-M una
función crucial? Cuando la crisis toca fondo, es extremadamente
complicado articular un discurso con contenidos sociales. Los últimos
resultados de las elecciones francesas y griegas han mostrado cómo el
imaginario del pesimismo antropológico y del “hombre lobo para el
hombre” resulta mucho más seductor para las clases trabajadoras cada vez
más precarizadas e inseguras emocionalmente que cualquier discurso de
acento emancipador. Limitarse a exorcizar el fantasma popular en este
contexto significa renunciar a hacer política.
No abogando por el
“cuanto peor, mejor”, sino por visibilizar el marco de lo común
paulatinamente desolado por unas prácticas neoliberales tanto más
envalentonadas cuanto más responsables de la crisis, el 15-M no solo ha
abierto una gran fisura en el horizonte hegemónico del capitalismo
actual; lejos de fomentar el esnobismo del precarizado herido en sus
antiguos privilegios y el culto a los líderes, se ha instalado en esta
desertización de lo social con el propósito de cuidar del espacio
público. Frente al incesante desnudamiento neoliberal que extrae fuerza
viva de trabajo al precio de desgarrar el tejido social, el 15-M ha
tratado de empoderar y revestir los cuerpos, llamando la atención sobre
los entornos secuestrados. Por todo ello caricaturizaríamos el 15-M si
lo definiéramos simplemente como una reacción en masa frente al malestar
producido por un horizonte de demandas o expectativas individuales no
cumplidas y no acertáramos a ver en él un cierto movimiento político
desde el que se denuncian como ficciones las posibles soluciones
neoliberales de la crisis. Esas con las que los mismos pirómanos tratan
ahora de legitimarse como bomberos.
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