sábado, 12 de mayo de 2012

Los espectros del 15-M - Germán Cano

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El veredicto se ha pronunciado: el 15-M necesita mejorar, no progresa adecuadamente. Insuficientemente socialdemócrata, insuficientemente revolucionario, insuficientemente liberal, el movimiento parece ser un niño siempre en falta. Esta impaciencia es compartida tanto por la derecha como por parte de la izquierda, aunque por diferentes razones. Allí donde el evangelio neoliberal, asentado en el supuesto fin de la historia, observa una mera protesta afectiva, una suerte de grito impotente frente a una realidad estructuralmente correcta, el discurso supuestamente revolucionario se impacienta por unos ensayos que se demoran en un experimentalismo estéril sin conducir a ninguna meta. En el fondo, para ambas posiciones críticas, el 15-M se definiría por ser una negatividad condenada a la frustración al ser incapaz de articularse en guión histórico alguno: una indignación sin gramática, mero contenido sin forma, un acontecimiento simplemente emocional, que diría Zygmunt Bauman.
El debate sobre la mayoría o minoría de edad política del 15-M, su supuesta madurez o infantilismo, ha sido recurrente en este último año. Sin embargo, ¿hasta qué punto se pierde en él lo más importante: el análisis de lo ocurrido, una clarificación de su dimensión utópica justo en su lenguaje más concreto? En este punto es donde a veces se tiene la sensación de que una excesiva carga melancólica respecto a los viejos ideales perdidos o una fatal fascinación por el “fin de la historia” impiden acercarse de forma más desprejuiciada al fenómeno.
En realidad, pocas veces en los últimos tiempos se ha manifestado de forma tan rotunda la dimensión “espectral” de un fenómeno político como con ocasión del 15-M. Tan pronto apareció el fantasma, los medios y la clase política no tardaron en mostrar su perplejidad y reaccionar con cómodas categorías a aquello que estaba ocurriendo. Pero cuanto más se resistía el incipiente “movimiento” a utilizar las viejas consignas, más incertidumbre y ansiedad se generaban en el campo social ya estructurado. 
Sintomática fue la reacción histérica de algunos grupos de presión que, ante su falta de definición y programa, no tardaron en proyectar sintomáticamente sus miedos y angustias más profundos (“Tercera República”, “chusma juvenil”, “rebelión de esclavos adocenados”, “populismo demagógico”, “resentimiento de masas”) sobre el nuevo campo de fuerzas que se abría. Desde este ángulo resulta muy interesante estudiar la lista de espectros del 15-M como proyección de diferentes imaginarios sociales ligados a una larga represión de la discusión política. A través de ellos, muchas coordenadas ideológicas hasta ahora “durmientes” quedaron retratadas con una claridad hasta ahora insospechada. Este carácter espectral del 15-M sirvió en Madrid y Barcelona como un catalizador susceptible de desnudar y llevar a la superficie actos reflejos cercanos al autoritarismo que permanecían latentes.  
Mucho se ha subrayado, y con razón, el carácter difuso, horizontal, evanescente, del 15-M. ¿Pero hasta qué punto esta atribución espectral puede ser también el resultado de una óptica teórica demasiado abstracta? ¿De una orientación poco sensible a los contenidos? Irónicamente, en las tentativas de suturar la herida social abierta, muchas cosas se han aclarado indirectamente a través de las reacciones. Polemizando con este fantasma, cierta izquierda, por ejemplo, no ha sabido percibir la penetración molecular del movimiento en espacios políticamente desatendidos, el paciente trabajo en un tejido social, poco a poco descompuesto por las prácticas del individualismo neoliberal. En un momento como este, en el que se exaltan las virtudes heroicas de la austeridad, posiblemente nunca ha sido tan importante hablar de las cosas pequeñas y vulgares como el derecho a la vivienda, la dignidad en el trabajo, las condiciones materiales de la libertad y la igualdad. ¿Sería acaso esto demagogia? 
El miedo al fantasma del 15-M como viejo “izquierdismo resucitado” que, desde ciertos sectores socialdemócratas, se ha proyectado sobre este fenómeno popular, ¿no dice por ello más de la incapacidad de estos para entender los contenidos materiales y emocionales de la protesta que del propio movimiento como tal? Bajo este ángulo, la perezosa categoría de “populismo”, ¿no está sirviendo para rechazar de antemano cualquier aproximación concreta y de cuño más materialista al escenario social y –lo que es más preocupante- ahorrase, en virtud de esta distinción, el esfuerzo genuinamente político de hacer pedagogía o practicar una hegemonía convincente? Buscando antes la distinción que la comprensión de este “espectro populista”, la izquierda socialdemócrata no solo corre el riesgo de encapsularse en un discurso meramente eufemístico sobre la realidad y sus contradicciones reales, haciendo así el trabajo a la derecha, sino de tirar simultáneamente al desagüe el precioso bebé con el agua sucia de la mala indignación demagógica. 
Hacer el esfuerzo de discriminar el grano utópico en la paja de la frustración inmediata es justo lo que ha brillado por su ausencia en muchos análisis. Desde aquí también se entiende la urgencia por pensar de otro modo el momento “populista”, despreciado sistemáticamente. Si hay que participar en el esfuerzo de articular y dar forma política al contenido utópico de la indignación es porque, dada su ambivalencia, este se encuentra abierto y puede ser ilusoriamente falseado por actitudes reaccionarias. En este plano se pagaría un alto precio por dejar en manos del populismo fascista todo malestar popular contra el presente. ¿No es justo este trabajo de cortafuegos el que está haciendo el 15-M? 
En esta constelación de fuerzas, en un contexto de crisis económica severa, el 15-M no sólo ha representado de entrada, lo que no es poco, la opción contrapuesta a la política del miedo y del repliegue individualista a lo privado: la de la construcción a tientas, experimental, de prácticas de solidaridad. En este sentido, fue la interpretación despolitizada del acontecimiento la que se esgrimió entre las filas conservadoras. Desde ella buscó cifrarse interesadamente la indignación popular en un “comprensible” gesto individual de resistencia frente al poder excesivo del Estado socialista y las mediaciones políticas. Bajo esta lectura, el escenario del el 15-M quedaba de antemano reducido a una confrontación que oponía sin matices la indignación quejumbrosa de unas masas, presuntamente informes y ajenas a la política, y la forma excesiva del Estado, para ciertos sectores demasiado intervencionista. 
En un escenario en el que la desatención de la izquierda socialdemócrata hacia las preocupaciones de las clases populares ha hecho de éstas un botín muy preciado para la hegemonía neoliberal, ¿no cumple el 15-M una función crucial? Cuando la crisis toca fondo, es extremadamente complicado articular un discurso con contenidos sociales. Los últimos resultados de las elecciones francesas y griegas han mostrado cómo el imaginario del pesimismo antropológico y del “hombre lobo para el hombre” resulta mucho más seductor para las clases trabajadoras cada vez más precarizadas e inseguras emocionalmente que cualquier discurso de acento emancipador. Limitarse a exorcizar el fantasma popular en este contexto significa renunciar a hacer política. 
No abogando por el “cuanto peor, mejor”, sino por visibilizar el marco de lo común paulatinamente desolado por unas prácticas neoliberales tanto más envalentonadas cuanto más responsables de la crisis, el 15-M no solo ha abierto una gran fisura en el horizonte hegemónico del capitalismo actual; lejos de fomentar el esnobismo del precarizado herido en sus antiguos privilegios y el culto a los líderes, se ha instalado en esta desertización de lo social con el propósito de cuidar del espacio público. Frente al incesante desnudamiento neoliberal que extrae fuerza viva de trabajo al precio de desgarrar el tejido social, el 15-M ha tratado de empoderar y revestir los cuerpos, llamando la atención sobre los entornos secuestrados. Por todo ello caricaturizaríamos el 15-M si lo definiéramos simplemente como una reacción en masa frente al malestar producido por un horizonte de demandas o expectativas individuales no cumplidas y no acertáramos a ver en él un cierto movimiento político desde el que se denuncian como ficciones las posibles soluciones neoliberales de la crisis. Esas con las que los mismos pirómanos tratan ahora de legitimarse como bomberos.

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