Cuando en el siglo XIX se teoriza la conflictividad
capital/trabajo, los sujetos en juego quedan definidos por su representación
jurídica. Es entonces cuando la estabilidad y permanencia de rol, así como la
producción constante de una misma mercancía sin fecha de fin de producción a la
vista, hacen de la huelga un instrumento básico para limar las ganancias del
capital obtenidas del trabajo como fuente hegemónica de creación de riqueza: la
plusvalía que no se gana en un día, no se ganará ya nunca, porque era el tiempo
la medición objetiva más adecuada para la organización de los trabajadores.
Hoy, sin embargo, la relación
capital/trabajo está articulada en variantes jurídicas inaprensibles, así como
en formas menos definidas al margen del empleo; del mismo modo, la producción
tardocapitalista se caracteriza por la inconstancia de la mercancía concreta,
que renueva sus formas con prestancia, atrayendo así a un ejército de creativos
y trabajadores del intelecto que ensayan soluciones sobre nuevas posibilidades
de negocio, más o menos mediatamente, en plantilla o como autónomos, pero
individualizadamente en todo caso (en eso, de un modo u otro, estamos casi
todos).
De este escenario desformalizado e individualizado, emerge
una tesis insustancial perturbadora como ninguna (esperamos miles de
comentarios y sesudos argumentos que la desmientan): un día de huelga oficializada es,
sobre todo, un modo de introducir temporalidad, discontinuidad y flexibilidad
en el tejido reproductivo capitalista. Lo que la empresa no produce
formalmente un día, lo producirá al siguiente (ha sido pactada la vuelta al trabajo), lo actualizará sin coste añadido
para el capital porque el logro del resultado y su plazo ha sido asumido
individualmente por un trabajador y, además, en el caso de asalariados, dejará
de abonarse una jornada de trabajo (las empresas fabriles, incluso, agradecen
que la producción se detenga un día, ya que el destino de la mercancía no está
garantizado y buena parte de su personal es demasiado fijo como para
poder pararlo sin costes).
La huelga general es un baile tribal en el que los
despistados vuelcan todos sus complejos porque no entienden que la producción
capitalista ya no se mide en tiempo irrecuperable, sino en propuestas
personales que, en último término, se ponen en valor en un intercambio azaroso sin
referencia ninguna (una comparación constante de capital riesgo en la que cada
jugador intenta colocarse en posición ventajosa).
A pesar de todo, y como no podemos imaginar nuevos modos
de acción social, hacemos huelga y bailamos como tribu que invoca la lluvia;
estirado el asunto hasta esas figuraciones de creación de riqueza
desregularizada, topamos con posturas tan acomplejadas y místicas, casi
religiosas, como las de aquel parado que renuncia a su día de prestación por
desempleo para que así conste entre los huelguistas, o las de aquellos
colectivos que deciden no hacer las tareas de casa o no escribir en facebook
para no engordar los beneficios del capital... No está lejos el día en el que
la huelga consista, simple y complejamente, en el suicidio. Suponemos que ese
día los sindicalistas trabajarán.
(Prueba de validez de una huelga: comparar el nivel
salarial y tipología de contrato de un piquete con el del trabajador al que
intenta convencer de que haga huelga.)
PostData oxigenadora: Los efectos económicos de una huelga general
controlada son los expuestos. Cabe, si acaso, hablar sobre la
pertinencia del símbolo, sobre la pertinencia de sentirnos tribu de vez
en cuando, pero ese es un debate de psicología social...
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