En abril de 2009, el catedrático de Estructura Económica de la
Universitat Ramón Llull Santiago Niño Becerra publicó en prensa un
ensayo titulado “Lo que está pasando”, que ofrecía un breve análisis de
la crisis económica actual y una sugerencia estratégica para salir de la
misma. Este bienintencionado texto muestra, de manera paradigmática,
las dificultades que la dominante ortodoxia económica (la versión
contemporánea del marginalismo neoclásico) encuentra a la hora de
sacudirse sus anteojeras para tratar de pensar lo que podríamos llamar, pace Ortega
y Gasset, el verdadero tema de nuestro tiempo: la crisis
económico-ecológica y socioambiental. Crisis que amenaza con llevarse
por delante no solamente millones de puestos de trabajo y miles de
millones de euros en valor monetario, sino quizá incluso nuestra entera
civilización.
En su texto, Niño caracteriza la crisis actual como sistémica
(y en esto no puedo sino coincidir con él). Estas crisis, escribe, “se
caracterizan porque al estallar afectan al propio funcionamiento del
sistema y a fin de salir de ellas es preciso sustituir o modificar en
profundidad algunos elementos constitutivos del mismo, de forma que se
introduzca en él una nueva forma de operar. La crisis de 1929, que
condujo a la Gran Depresión, fue de estas características. La crisis
ante la que ahora nos hallamos también lo es” (El País, 13 de
abril de 2009, p. 23). Lo malo viene a la hora de la sugerencia
estratégica para hacer frente a la crisis: se trataría de eliminar el
despilfarro de recursos naturales mediante una estrategia de
ecoeficiencia, tomando conciencia “de algo que deberíamos haber
comprendido hace tiempo. A saber: que la eficiencia en el uso de los
recursos debe regir de forma prioritaria la toma de decisiones, y que es
a través de la mejora continuada de la productividad como se pueden
conseguir los cambios necesarios para ver la salida de la crisis”.
No
es que la ecoeficiencia sea mala en sí misma, claro que no: el problema
viene de la miopía de una perspectiva incapaz de captar la profundidad
de los desafíos a los que hacemos frente. Pues la ecoeficiencia sería un
rasgo necesario, pero no suficiente, para la sostenibilidad de la
economía ecologizada a la que debemos aspirar: y sabemos por otra parte
que, en el contexto de la actual economía productivista/ consumista, las
ganancias en ecoeficiencia conducen casi siempre a incrementos aún
mayores en el consumo total de recursos (se trata del “efecto rebote”
que han analizado teóricamente, y constatado empíricamente, numerosos
economistas en los últimos decenios –después de que fuera identificado
por William Stanley Jevons, investigador sobre The Coal Question, hace casi siglo y medio).
Esto
es lo que da de sí el paradigma económico dominante, incluso cuando
trata de pensar contra sí mismo: apenas la sugerencia bienintencionada
de ecoeficiencia. Que se sitúa dramáticamente por debajo de lo que
necesitaríamos, tanto en análisis teórico como en políticas económicas
prácticas, para salir del laberinto donde dos siglos de expansión
industrial y territorial propulsada por el uso masivo de combustibles
fósiles nos han introducido.
Para reintegrar economía y
naturaleza, para avanzar –desde el terrible hondón donde ahora nos
encontramos– hacia sociedades no autodestructivas ni depredadoras de la
biosfera, necesitamos mucho más que ecoeficiencia: economía homeostática
en vez de economía de crecimiento, sistemas energéticos de base solar,
agroecología, extracción sostenible de recursos renovables, producción
limpia, socialización de la banca, reforma fiscal ecológica… Todo ello
guiado por los principios de autocontención, biomímesis, precaución y
–ahora sí, pero dentro de este contexto— ecoeficiencia.
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